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De política y cosas peores

Superiberia

L

ibidio Vivencio era un hombre de vida desbaratada. En cierta ocasión se sintió mal, y fue a la consulta del médico de la familia. “Tus problemas -le indicó el facultativo- son el tabaco, el alcohol y las mujeres. Tendrás que cortarte el cigarro, el vino..”. “¡Ah no! -exclamó con alarma el calavera-. ¡Lo que tiene que ver con lo demás no me lo corto!”. 

El día en que con mis compañeritos de colegio hice la Primera Comunión -día ya muy lejano, como el de ayer- el padre Secondo nos dijo que ése iba a ser el día más feliz de nuestra vida, pues recibíamos a Jesús en nuestros corazones. Con todo el respeto que me merece el buen Jesús, en mi caso se equivocó aquel amable sacerdote. El día más feliz de mi vida ha sido el de aquella radiante mañana de diciembre en que me casé con mi señora María de la Luz, señora en el sentido de esposa, señora en el sentido de dueña. Si hubiéramos podido hacer el gasto nuestra boda habría sido en el Casino de Saltillo o en el salón de fiestas del Camino Real, los más elegantes centros sociales de la ciudad en aquel tiempo, pero mi novia y yo veníamos de familias de condición modesta, y entonces nuestro banquete nupcial no fue banquete, sino sencilla comida en el patio de la casa que nos prestó un amigo de ambos. 

El único lujo que pude darme fue contratar a un fotógrafo profesional para que nos impresionara placas con el tomavistas, según anunciaba su tarjeta de presentación. Buen amigo él también, al salir de la fiesta le dije: “Me haces un buen trabajo, Posadita”. Respondió ante el regocijo de quienes lo escucharon: “Tú también”. Nuestra luna de miel fue en Guadalajara y la Ciudad de México. Ni pensar en Acapulco, el destino de moda en aquel tiempo para lunamieleros. Yo llegué enamorado al matrimonio, y así sigo después de 57 años. Por eso lamento aún no haber podido darle a mi novia lo mejor en aquel día felicísimo. Pero como dijo Bette Davis, la de los ojos de Bette Davis: teníamos las estrellas; ¿para qué pedir también la luna? 

Todas estas evocaciones me fueron motivadas por la boda en Antigua de Santiago Nieto. Tengo de él una buena impresión. Lo conocí en el curso de una visita que hizo a mi ciudad. Conversé con él y me pareció un hombre serio, jurista capaz y funcionario sinceramente preocupado por cumplir bien su responsabilidad. Pienso que fue prudente su decisión de contraer matrimonio en aquella ciudad guatemalteca, a fin de prevenir los riesgos que implicaría aquí la naturaleza de su cargo. 

Es una pena que la ocasión, tan importante para él y para su esposa, se haya visto perturbada por lo sucedido en el aeropuerto de la capital guatemalteca. En cuanto al lujo de la boda, creo que después de años y años de trabajo los contrayentes podían dárselo. Si yo hubiera podido, también le habría dado a mi novia no sólo las estrellas, sino también la Luna, el Sol y todas las galaxias que giran por la vastedad del cosmos. En fin, incidente aparte, no me queda más que desear a los recién casados toda la felicidad del mundo y, como antes se decía, una eterna luna de miel. 

Doña Macalota regresó de un viaje antes de lo esperado y ¿qué vio al entrar en el departamento? A su esposo, don Chinguetas, besando incluso en los labios a Perlina, la joven y linda trabajadora doméstica. (Y llegó con anticipación la doña. Si hubiera llegado cinco minutos después lo que habría visto sería algo de mayor sustancia y entidad). 

“¡Canallainfamemiserableruin!” -profirió hecha una furia la señora en un solo golpe de voz. “¿Qué es esto? -clamó don Chinguetas con fingido asombro al tiempo que se deshacía del estrecho abrazo con la mucama-. ¿Qué no eras tú, Macalota? ¡Ah, si te digo que necesito anteojos nuevos!”. FIN. 

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