“Soy hombre casado, señor cura, y sin embargo anoche tuve relación carnal con una mujer del pueblo vecino. Lo peor es que al final del trance le pedí verla otra vez hoy”. Eso le contó un individuo al padre Arsilio en el confesonario. “Grave pecado el tuyo, hijo -lo reprendió el buen sacerdote-. Inordinatus appetitus voluptatis venereae. De penitencia rezarás ahora mismo 50 padrenuestros”. “Rebájemelos a 25, padre -suplicó el sujeto-. La cita es a las 7, y ya se me está haciendo tarde”. Don Martiriano, el sufrido esposo de doña Jodoncia, conoció en una fiesta a una mujer de exuberantes prendas físicas, descarada conducta y fama pésima. Se decía de ella que con sus liviandades había sido causa de numerosos divorcios, tantos que no alcanzaban a contarse con los dedos de las manos de los integrantes del Trío “Los Tres”. Don Martiriano se acercó a la desfachatada fémina y le preguntó tímidamente: “Discúlpeme, señora: ¿es usted La Destructora de Hogares?”. “Así me llaman, sí -contestó, desafiante, la mujer-. ¿Qué se le ofrece?”. Don Martiriano respondió con suplicante voz: “¿Podría hacerme el favor de destruir el mío?”. El joven Agatocles, originario y vecino de Cuitlatzintli, viajó en un Flecha Roja a la capital del estado. En la central de autobuses fue abordado por una dama del talón que le ofreció sus servicios. “¿Cuánto cobras?” -le preguntó el lugareño. Respondió ella: “500 pesos”. “Es mucho -declaró Agatocles-. En mi pueblo me consigo compañía por un pomo de perfume barato”. Inquirió, molesta, la mujer: ¿Y entonces a qué vienes aquí?”. Respondió el viajero: “A comprar pomos de perfume barato”. Debo decirlo a pesar mío: Saltillo, mi ciudad, ha sido ingrata con Carlos Pereyra, notable literato e ilustre historiador. Sus restos mortales, cierto, se encuentran en la Rotonda de los Coahuilenses Distinguidos. Ahí los entregó María Enriqueta, su esposa y ejemplar compañera, ella misma poeta de fina sensibilidad y acabalado oficio. No hay, sin embargo, en mi solar nativo una estatua de aquel gran saltillense, ni una calle importante con su nombre. Yo hice colocar su efigie en el Ateneo Fuente -era yo director del glorioso plantel-, pues en esa institución cursó estudios Pereyra. En el teatro de cámara de Radio Concierto, la difusora cultural que fundé junto con mi familia, puse un mural en el que está don Carlos junto con otros siete insignes saltillenses cuya fama y gloria trascendieron las fronteras de nuestro país. Escribió él un libro que es al mismo tiempo valioso estudio histórico y bella joya literaria. Se llama “La conquista de las rutas oceánicas”, En él narra con galano estilo las navegaciones de españoles y portugueses por los desconocidos mares del tiempo en que esas dos naciones, España y Portugal, se repartieron -con mediación papal- el mundo. En su obra el escritor habla, naturalmente de Colón, cuyo hazañoso viaje supera en audacia, dificultad y consecuencias al de los astronautas que llegaron a la Luna. Eso lo digo yo en este día que antes se llamaba “de la Raza”, luego “de la Hispanidad” y que ahora a lo mejor ya ni siquiera tiene nombre, o si lo tiene es innombrable. Exaltar al inmortal marino es hoy por hoy gravísima incorrección política, sacrilegio anatematizado por los nuevos inquisidores, esos que deturpan a Colón en nombre de un falso indigenismo que a la culpa de demagogia añade la de cursilería. Hoy rindo homenaje a la memoria de Carlos Pereyra, condenado a olvido por su amor a España, y pongo aquí el nombre de Cristóbal Colón, héroe de la humanidad. ¿Y la corrección política? Tendrán que perdonarme los correctos, pero me vale madre.
FIN.