El padre de familia escuchó ruidos extraños en la recámara de su hija mayor. Tales sonidos, a más de consistir en risitas, jadeos, ayes contenidos, acezos y exclamaciones de placer, los producía el rítmico golpeteo de la cabecera de la cama contra la pared. Abrió el señor la puerta de la alcoba y ¿qué fue lo que vio? A la hija de sus entrañas -es un decir- en compañía de un mancebo que evidentemente estaba llevando a cabo con ella the old in and out que decía Anthony Burgess. Antes de que el atónito progenitor pudiera decir una palabra le dijo la muchacha: “Déjame explicarte, papi. Salí al jardín a contemplar la luna y de pronto escuché una vocecita que provenía del suelo. Vi entre las hierbas un feo sapo que me habló de esta manera: ‘Soy un príncipe al que hechizó la Bruja Mala. Si me das un besito retornaré a mi ser natural’. Recogí al sapo; lo traje a mi recámara; le di el besito y se convirtió en este hermoso mancebo que en mi lecho ves”. El señor, irritado, contestó: “¿Esperas que te crea ese absurdo cuento?”. Replicó la muchacha: “Yo te lo creí cuando me lo contaste”. La mamá de Pepito le habló al chiquillo con el meloso acento que las madres usan al mimar a sus hijos más pequeños. Le dijo: “¿De quien es este nene pechocho?”. Exclamó Pepito, exasperado: “¡No me vayas a salir ahora con que no sabes quién es mi papá!”. El gran pensador pasó a mejor vida. Un reportero le preguntó a la viuda: “Antes de morir ¿dijo su esposo algunas palabras dignas de ser recogidas por la Historia?”. Respondió la mujer: “No sé si: ‘Ah chingao, ah chingao’ sean palabras dignas de ser recogidas por la Historia”. En la merienda de los jueves doña Macalota les contó a sus amigas algo perteneciente a su vida conyugal. Les dijo: “Anoche mi marido encontró por fin el modo de satisfacerme”. “¿Qué hizo?” -preguntó llena de curiosidad una de las asistentes. Declaró doña Macalota: “Se fue a dormir en otro cuarto”. El doctor Ken Hosanna reprendió a la enfermera: “Efectivamente, señorita Florenciana, hay cierto riesgo de contagio en esa bacteria estomacal, pero eso no justifica que desde la puerta de la habitación le aviente usted al paciente el supositorio con una resortera”. La palabra “culero” es del vulgacho. La usa el bajo pueblo -no el bueno y sabio- para aludir al que es cobarde, medroso o pusilánime. El conocido Bar Ahúnda estaba lleno de una erizada clientela cuando en medio de los parroquianos se plantó un sujeto que paseó una mirada desafiante a su alrededor y luego manifestó con tartajosa voz: “Todos los aquí presentes son unos culeros”. Un gigantesco hombrón se puso en pie y le propinó al hablador una formidable trompada que lo hizo rodar por tierra echando sangre por los nueve orificios naturales de su cuerpo. Desde el suelo dijo el lacerado: “Bueno, me equivoqué nomás por uno”. En el restorán el tipo aquel que iba a encontrarse con su novia les dijo a sus amigos disponiéndose a retirarse: “Me disculpan. Voy a ver a mi chiquita”. El mesero escuchó aquello y le informó: “El baño está al fondo a la derecha, caballero”. Jactancio Elátez se aparece por aquí de cuando en cuando. Es un sujeto vanidoso, pagado de sí mismo, narcisista y presuntuoso. En cierta ocasión le indicó sin más a una linda chica: “Cenaremos pizza en mi departamento y luego haremos el amor”. “No” -rechazó ella la proposición. “¿Qué? -se sorprendió Jactancio-. ¿No te gusta la pizza?”. “Quiero casarme con su hija” -le dijo a don Poseidón el novio de la muchacha. Receloso de la economía del solicitante inquirió el severo genitor: “¿Tiene usted dónde ponerla?”. “No -replicó el galancete-. Precisamente por eso quiero casarme”. (No le entendí). FIN.