- Por CATÓN / columnista
El hijo del hacendado le propuso a la linda rancherita: “Vamos atrás de los nopales, María Candelaria. Te juro que no te haré nada”. Replicó ella, desdeñosa: “Si no me va a hacer nada ¿tons a qué vamos?”. (“Tons” es “entonces”)… El oficial de la Border Patrol interrogó al indocumentado mexicano, norteño él: “¿Nombre?”. “Pancho”. “¿Apellido?”. “Garza Treviño”. “¿Raza?”. “¡De a madre, pelao!”. (Ser “raza” es, en el noreste, ser simpático, amable)… Babalucas le contó a su vecino la experiencia que tuvo la noche anterior con una hermosa chica en el departamento de ella: “Me recibió en negligé. Me sirvió una copa. Puso música romántica. Y luego apagó la luz”. Preguntó con marcado interés el vecino: “Y tú ¿qué hiciste?”. Respondió el badulaque: “Me fui a mi casa. Sé interpretar una indirecta”… Don Veterino, señor de numerosos calendarios, casó con Pomponona, mujer frondosa y joven. La noche de las bodas se dirigió a ella con emotivo acento: “¿Me amas, Pompi?”. Contestó la desposada: “Supongo que con el tiempo llegaré a quererlo, don Vetín. El problema es saber de cuánto tiempo disponemos”… Este amigo mío ríe sin motivo cuando empieza a beber, y cuando ya ha bebido llora por muchos motivos. La noche del sábado bebió para embriagarse, como hace siempre. “Es la única forma que tengo de suspender la vida”, dice. Luego lloró como siempre, cosa que a los demás nos hace sentir un poco incómodos. En fin, a los amigos se les perdona todo, hasta que lloren el incómodo llanto de la borrachera. Evocó sus tiempos de estudiante. Vivía con tres compañeros de estudios en un departamento en la Ciudad de México. Les servía una señora de edad venida de un estado del sureste. Cierto día la mujer les dijo que trabajaba demasiado; se sentía cansada; necesitaba a alguien que la ayudara. Les pidió dinero para ir a su pueblo a traer una muchacha. Lo que trajo fue una muchachita. ¿Qué edad tendría? Imposible adivinarlo. Lo mismo podía ser de 15 años que de 20. “¿Cómo te llamas?”. La única respuesta fue mirarlos con sus grandes ojos negros. “No sabe” –explicó la señora grande. “Se llamará Lupita” –decretó uno de los estudiantes. Y Lupita se llamó. No hablaba una palabra de español, pero cuando alguien decía “Lupita” acudía como un perrito obediente al escuchar su nombre. La señora del sureste nos dijo que la había comprado con el dinero que le dimos, y que por tanto nos pertenecía, igual que la mesa o las sillas. ¿Cómo empezó lo que a las pocas semanas empezó? Mi amigo recuerda que la primera vez se la rifaron, y luego se turnaban para estar con ella cuando no estaba la señora. Ésta se enteró de lo que sucedía y se marchó. No quería tener problemas. Al paso de los meses los estudiantes supieron con solo verla que la muchachita estaba embarazada. Echaron suertes otra vez para determinar quién se desharía de ella. La suerte le tocó a mi amigo. La llevó al mercado de la Merced y la dejó donde había más gente. Le dijo con señas que iba a hablar por teléfono, que no se moviera de ahí. Luego escapó. Nunca volvieron a saber de Lupita… Habíamos oído en silencio a mi amigo, pero nos incomodamos cuando rompió a llorar el incómodo llanto de la borrachera. De eso que nos contó este sábado hace más de 60 años. Nada ha cambiado desde entonces en algunas regiones del país. Ayer leí en Reforma que en algunos pueblos de Guerrero las niñas son vendidas por sus padres conforme a los usos y costumbres de sus etnias. Las costumbres y usos siguen siendo los mismos. Qué vergüenza. Si ahora estuviera yo borracho -y solo- lloraría el incómodo llanto de la borrachera… FIN.