CATÓN
Columnista
Hoy es el Día Mundial de la Poesía. Recién acaba de pasar el Día de la Mujer. Poética coincidencia es que las dos celebraciones sean en el mismo mes. Eso se explica: hay poetas porque hay mujeres. Lo dijo a su modo un diestro de la tauromaquia: “Si en el tendido no hubiera mujeres los toreros no nos arrimaríamos”. El mayor tema de la poesía es la mujer; todo lo demás son variaciones. La musa del poeta, sin embargo, ha de ser inasible, inalcanzable. Laura no se casó con Petrarca, por eso él pudo escribir sus bellísimos sonetos de 14 versos y dos alas. Yo pienso que los poetas están tocados. Tocados por el dedo de Dios, que los creó para que nos lo explicaran al común de los mortales. Y es que los poetas lo ven todo ahí donde nosotros no miramos nada. Alguien dijo que poesía es lo que Milton vio cuando se quedó ciego. Igual que Dios, la poesía no está de moda en este tiempo. Escasean los poetas, y los pocos que viven sobreviven dificultosamente. La belleza, entonces, tiene que defenderse sola. Sigue siendo verdad lo que hace un siglo afirmó López Velarde: toca al poeta roerse los codos. En mi ciudad, Saltillo, abundaban los poetas, no sé por qué. Ahí se hacía –todavía se hace- un dulce sabrosísimo a base de pulpa de membrillo o perón. “Cajeta” se llama esa gala de la gula saltillera. Pues bien: un aforismo popular aseguraba: “En Saltillo el que no es poeta hace cajeta”. Nuestro mayor bardo, desde luego, es Acuña, pero había muchos otros más, casi todos menores, y aun mínimos. Se les veía en la Alameda, luctuosos, pálidos, famélicos, todos con obligada melena de romántico. En las cantinas recitaban sus poemas a los azumbrados parroquianos a cambio de una copa. Han desaparecido esos descosidos rapsodas, igual que se fueron ya muchas otras cosas poéticas. Pero, como bien dijo Bécquer, mientras exista una mujer hermosa habrá poesía. La habrá, me atrevo a decir yo, mientras haya una mujer, hermosa o no. El Día Mundial de la Poesía coincide igualmente con el inicio de la primavera, la estación florida a la que Góngora cantó. En homenaje a la significativa fecha de hoy narraré seguidamente el cuento intitulado “El poeta que regresó a su pueblo”. Hacía varios años el bardo había salido de su solar nativo para ir a buscar la gloria en la ciudad. No la encontró; halló sólo un empleo burocrático gracias al cual no feneció de hambre. Había dejado en su lugar de origen un amor imposible, pero cuando lo ascendieron a Vice Sub Oficial Suplente de Sustituto Interino Temporal se decidió a retornar a su pueblo a fin de desposar a la mujer con la que soñaba todas las noches, incluso cuando estaba dormido. Emprendió, pues, el viaje, y entró al pueblo por una de las empedradas callejas del villorrio. Llegó a la plazuela del lugar y vio a un niño regordete y mofletudo que jugaba en el jardín. Fue hacia él y le preguntó: “Dime, di, rubicundo rapazuelo. ¿Qué fue de la hermosísima doncella que moraba en esa casona solariega cabe de la parroquia; aquella ninfa, sílfide, náyade o nereida cuya alba frente nívea semejaba la cumbre de los volcanes de mi patria; con ojos del color del cielo; mejillas róseas; perlinos dientes; cuello de gacela; hombros ebúrneos; senos como los de la sulamita del Cantar de los Cantares; cintura cimbreante de palmera; torneadas piernas comparables a las columnas de oro que sostuvieron el templo de Jerusalén, y pies pequeñitos como un alfiletero en donde el enamorado liróforo clavó su enfebrecido corazón? Dime, di: ¿qué fue de aquella diosa llamada Loretela?”. Respondió con desgaire el muchachillo: “Se casó”. Exclamó entonces el poeta: “¡No mames, güey!”… FIN.