De animales son los cuentos de este día… El changuito entabló trato de erotismo con la jirafa. Bien pronto, sin embargo, cortó la relación. Los demás animales le preguntaron por qué. “Me cansaba mucho –explicó el mono-. No por el acto del amor en sí. Eso como quiera. Pero la jirafa me pedía que en el curso de la acción le estuviera dando besos, y tanto subir y bajar era una chinga”… La tortuga macho se presentó ante el juez de lo familiar. Le dijo que deseaba divorciarse de su esposa. El juzgador quiso saber la causa. “No respeta mi personalidad –manifestó el quelonio-. Cuando hacemos el amor siempre me dice: ‘¡Más aprisa! ¡Más aprisa!’”… La señorita Himenia, célibe de edad madura, se compró un perico, según costumbre en las solteras de antes. Lascivo salió el loro: diariamente iba al corral y se refocilaba con las gallinas. Himenia lo amenazó, severa: si seguía haciendo eso le desplumaría la cabeza. No hizo caso el cotorro: siguió incurriendo en sus concupiscencias. La señorita, entonces, le desplumó la testa y se la dejó monda y lironda. Sucedió que una tarde llegaron de visita los tres curas del pueblo. Por rara coincidencia los tres eran calvos de solemnidad. Los vio el loro y les dijo: “Ya sé lo que han estado haciendo, pecadores”… Llegó la época del año en que Papá Conejo debía, digamos, atender a las nuevas conejitas del corral. Muchas eran esa vez -dos docenas quizá, o más-, y Papá Conejo, hay que reconocerlo, no tenía ya los ímpetus que otrora le dieron fama en la conejera propia y las ajenas. Así las cosas llamó a su primogénito, el conejito joven, y le dijo con voz cansina al tiempo que le señalaba a las expectantes conejitas: “Pues mira, hijo: helas ahí. Tú me comprendes. Este año son más de las acostumbradas, y yo, la verdad sea dicha, no soy el mismo de antes. El tiempo no pasa en balde. He pensado que en esta ocasión me ayudes algo, de modo que la carga no sea tan pesada para mí y tú empieces a practicar un poco a fin de cumplir después, ya por tu cuenta, esta tarea que, por lo demás, es tan agradable”. Al conejito joven le brillaron los ojos. Ya tenía tiempo esperando esa oportunidad. Respondió atropellando las palabras: “Papá usted me ha enseñado a ser un hijo obediente y respetuoso estoy a su entera disposición y puedo ya empezar”. Don Conejo notó el juvenil apresuramiento de su hijo y lo riñó. “Oye –le dijo-. Esto no es una cosa de al ahí se va. Debes tomar en cuenta que las conejitas son inexpertas; ninguna de ellas ha pasado por este trance. Además lo que vamos a hacer es toda una ceremonia, un rito solemne sujeto a normas fijas establecidas por la tradición. Tú debes llegar con la conejita, y con el mayor respeto, con la más grande educación, le dices: “Con permiso, señorita”. Haces –jem- lo que debes hacer, y al terminar le dices: “Gracias, señora”. Y pasas con la siguiente. El conejito joven ya no quería más explicaciones; lo que ansiaba era proceder ya sin dilación. Papa Conejo lo instruyó: “Las vamos a poner a todas en hilera, una al lado de la otra. Yo empezaré en un extremo de la fila, tú en el otro, y así hasta que terminemos”. Comenzaron, en efecto. Papá Conejo, claro, por causa de la debilidad y achaques propios de los años, iba muy despacito: “Con permiso, señorita……. Gracias, señora……. Con permiso, señorita”……. Gracias, señora……. Con permiso, señorita”……. Gracias, señora…….”. En cambio el conejito joven iba a toda su velocidad: “Con permiso señorita, gracias señora. Con permiso señorita, gracias señora. Con permiso señorita, gracias señora. Con permiso señorita, gracias, señora. Con permiso, papá, gracias papá”… FIN.