- Por CATÓN / columnista
Plaza de almas
“Sé que soy fea”. Así me dijo la noche que la poseí. O que me poseyó, no sé. Una cosa voy a decirte, Armando: para un hombre como yo, en perpetuo azoro ante el misterio de lo femenino, no existe mujer fea. En todas, aun en la menos favorecida por la naturaleza, hallarás algún rasgo de belleza: los reflejos de luz en su cabello, la hondura de sus ojos, la suavidad de sus manos, el tono de su voz… No cualquiera puede apreciar eso, ¿sabes? Sólo se mira así a la mujer cuando se es verdadero hombre. Y no es cosa de benevolencia: es más bien cuestión de experiencia. Te pondré un ejemplo. Tuve trato con una mujer que ninguna gracia aparente poseía aparte de la de ser mujer. Si me apuras un poco te diré que ni siquiera la deseaba. Pero la primera vez que la miré desnuda me quedé arrobado: tenía unos senos perfectos, los más hermosos que en mi vida he visto. Ni la Venus de Milo, con perdón del Louvre. Ahora bien: las mujeres que saben lo que tienen –más bien lo que no tienen- suplen con artes femeninas lo que natura les negó. Un cierto amigo mío era hombre guapo, y sin embargo vivía con una señora que no hacía juego con él, pues a más de ser mayor en años era bastante fea. Se lo dijimos una vez, andando en copas, con la franqueza que la ebriedad confiere. Esbozó una enigmática sonrisa y sentenció: “Caras vemos; camas no sabemos”. La mujer no hacía juego con él, pero seguramente con él hacía muchos juegos. Lo que natura no dio la habilidad prestaba. En nosotros los hombres pasa igual. Supe de una preciosa chica que dejó a un apuesto galán para irse con un sujeto que de galán no tenía nada. “Es que este otro me dice cosas”, explicaba. El arte venció a la naturaleza; el verbo a los bíceps. Por todo lo anteriormente dicho, Armando, no hice caso cuando aquella mujer me dijo: “Sé que soy fea”. En primer lugar yo no era ningún Adonis, y en segundo la ocasión se presentó propicia. Estábamos en mi departamento y habíamos bebido un poco. Tras decir aquello, que era fea, continuó: “Pero si no te fijas haremos lo que quieras”. Juntó su cuerpo al mío y añadió: “Yo sé bien lo que quiero”. En esas circunstancias no hay mujer fea. Y en ninguna. Te va a sorprender algo, Armando, que a mí me sorprendió. Era virgen. Le pregunté: “¿Por qué quisiste hacer esto conmigo?”. Me contestó: “Eras un buen candidato. Tienes inteligencia, en lo físico no estás tan tirado a la calle y te creo buena persona”. Varias veces más repetimos la acostada, siempre muy agradable para mí. Por eso me entristecí cuando un día me dijo de repente: “Ya no nos vamos a ver”. Le pregunté: “¿Por qué?”. Me contestó: “Ya no te necesito”. Me enojó esa respuesta, pero no dije nada. Pasados unos días me enteré de que se había ido de la ciudad, nadie sabía a dónde. No volví a tener noticias de ella hasta que… Pero no nos adelantemos. La olvidé. No me avergüenza decirte eso, Armando: el olvido es con frecuencia parte del amor. Hay amores que no se olvidan nunca y amores que nunca se recuerdan. Lo sabrás cuando tengas algo qué recordar, y lo sabrás mejor cuando tengas algo qué olvidar. Aquella mujer desapareció de mi vida igual que desaparecen los sueños. Olvidé su nombre, olvidé su rostro, la olvidé toda. Te haré una confesión. (¡Cuántas confesiones tengo qué hacer!). Lo único que recordaba de ella fue la frase con que se despidió, con que me despidió: “Ya no te necesito”. Te lo digo para que sepas cómo es tu tío Felipe. Olvidé el amor, pero no el rencor. Hace unos días alguien me preguntó: “¿Te acuerdas de Fulana?”. Al oír el nombre todo se me vino a la memoria. “Murió –comentó con displicencia-. Parece que tenía un hijo”… FIN.