CATÓN
Columnista
Plaza de almas
Hasta mi clausura han llegado en estos días personajes de ayer. Son sombras, Armando, como nosotros. Están ya muertos –yo aún no tanto-, pero siguen aquí, y nos siguen. Te hablaré de uno: el licenciado Manuel Rodríguez, llamado por todos “Manolín” a causa de su estatura desmedrada. Poseía aficiones poéticas, y estaba poseído por etílica afición. Era maestro. Profesaba la cátedra de Literatura en la preparatoria. Pero mejores cátedras dictaba en las cantinas, ante cuya azorada parroquia exponía sus teorías, desmesuradas todas. También en las tabernas recitaba versos que los borrachos aplaudían respetuosamente. No sé si la culpa fue de Baco, el dios del vino, o de Erato, la musa de la poesía, el caso es que con los años a Manolín se le anubló la mente. Dio entonces en peregrinas ocurrencias que asombraban a todos y a todos les suspendían el ánimo. Afirmaba, por ejemplo, que estaba entregado a una audaz empresa del prensamiento que nadie en toda la historia de la Humanidad había intentado: demostrar matemáticamente, por medio de ecuaciones algebraicas, la virginidad de María. Sostuvo también, aunque solamente por un par de días, la tesis de que podía vivir sin comer, alimentándose sólo de invisibles corpúsculos orgánicos que flotaban en el aire. El día tercero esa teoría quedó sepultada para siempre en un formidable caldo de res con hueso tutanero, un bisté del 7 tamaño oreja de elefante y un plato monumental de frijoles. Manolín tenía tres hermanas, solteras las tres. Llamábase la primera Luz. Era, a más de soltera, solitaria. Metida en sí misma, no gustaba de conversaciones. Rehuía el trato aun de los suyos. Guardaba una balumba de libros sobre hierbas curativas que leía una y otra vez, y de los cuales derivaba complicadas formulas para confeccionar elíxires, cataplasmas y otros diversos específicos que expendía a los vecinos. Pepa, la segunda hermana, había sido profesora. Una pasión contrariada –así decía la gente- la había trastornado para siempre, y vivía como en otro mundo, sin saber de los afanes y mezquindades de éste. Muchos loquitos había en mi ciudad en aquel tiempo. Entre ellos debe contar esta pobrecita Pepa que para nada más contó. La tercera hermana era Chita, la menor. Vivaz y alegre, gustaba de fiestas y saraos. Cuando iba a un baile se rizaba el cabello con tenacillas calentadas en el carbón que ardía en el brasero de la cocina. Usaba corsé y como el licenciado Rodríguez, su hermano, no se abajaba a la vulgar tarea de apretárselo, había que llamar a algún mozalbete del barrio para que cumpliera el empeño de atarle con gran fuerza a Chita las cintas del corsé. No se afrentaba la damisela de que esos muchachillos la vieran en ropas muy menores; ella lo que quería era lucir cintura de odalisca o hurí. En sus últimos años Manolín cayó en una infinita melancolía –depresión, se diría hoy- de la que nada ni nadie lo pudo ya sacar. Se pasaba el tiempo sentado en un sillón Voltaire en la sala de su casa, con la mirada fija en el reloj de péndulo. Decía una y otra vez, con obsesión tenaz, que cuando se detuviera el péndulo del reloj moriría él. Todos cuidaban de darle cuerda -al reloj, no a Manolín-, para que no fuera a detener su marcha. Cierto día alguien olvidó esa tarea, y el reloj se paró. Una de las hermanas andaba trajinando en la habitación contigua y le extrañó no oír el acompasado son del péndulo. Entró en la sala y vio a su hermano en el sillón, como dormido. Estaba muerto… Releí este final, Armando, y me pareció de novelón del siglo diecinueve. Pero así terminó su vida Manolín. Yo nunca me he preguntado cuándo se detendrá el péndulo de mi reloj. ¿Tú sí?… FIN.