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De la corrupción  

Superiberia

Carlos Tello Díaz
Columnista

Carta de viaje
Llevamos años hablando de la corrupción en México. Décadas. Hemos vuelto a hablar del tema en estos días, tras conocer el estudio de Transparencia Internacional que nos ubica en el lugar 135 de los 180 países que son medidos en el mundo, en América Latina sólo arriba de Guatemala, Nicaragua, Haití y Venezuela. Nunca había sido tan escandalosa como ahora la percepción de la corrupción en nuestro país. Mexicanos Unidos Contra la Corrupción y la Impunidad dio a conocer en Nexos, en febrero, un anuario de la corrupción en 2017, que vale la pena leer para tener clara la magnitud y la naturaleza del problema, quizá el más grave del país, pues es también una parte de la explicación de la explosión de la violencia en México.
¿Siempre fue así? ¿México ha sido a lo largo de su historia, invariablemente, un país avergonzado por la corrupción de la gente que lo gobierna? No, hubo un período muy prolongado, muy importante, en que la honradez predominó -” la honradez intachable que caracterizó a los hombres de la Reforma”, en palabras de Emilio Rabasa-. Es el período que abarcan los gobiernos de Benito Juárez, Sebastián Lerdo, Manuel González y Porfirio Díaz. Hubiera sido fácil, para los hombres de la Reforma, enriquecerse, precisamente, con la Reforma, el nombre que daban entonces a la nacionalización de los bienes de la Iglesia. Hubo mexicanos que hicieron su fortuna así, como el padre de José Yves Limantour, quien apoyó con armas a los liberales durante la Reforma y la Intervención, por lo que fue recompensado con los bienes confiscados a la Iglesia (el convento de Corpus Christi, sobre todo) por el presidente Juárez. Pero los encargados de administrar la nacionalización de las propiedades del clero salieron, todos, con las manos limpias. Estos son algunos de sus nombres: Guillermo Prieto, José María Iglesias, Matías Romero, todos titulares en algún momento del Ministerio de Hacienda.
“Nos empeñamos en no quebrantar en favor nuestro las leyes de la probidad”, escribió Iglesias en sus memorias.
“Nada nos hubiera sido más fácil que enriquecernos en poco tiempo. Resueltamente no lo quisimos y tuvimos la satisfacción de salir de nuestros puestos con las manos limpias, después de haber manejado muchos millones de pesos”. La historia así lo reconoce, con orgullo.
Juárez, Lerdo y Díaz fueron, todos ellos, presidentes que gobernaron con probidad (Lerdo tuvo la debilidad de sustraer alrededor de 250 mil pesos al huir en noviembre de 1876 de Ciudad de México rumbo al exilio en Nueva York). La excepción a la regla fue el general Manuel González, presidente entre 1880 y 1884. González fue un personaje fuera de serie, romántico, temerario, leal, complejo, promotor del progreso, que tuvo sin embargo la debilidad de gobernar sin probidad. Justo Sierra, que lo admiró, recordó que había vertido su sangre en la conquista del poder, como Cortés y Pizarro. “El presidente creía haber conquistado a ese precio”, dijo, “el puesto en que se hallaba; era suyo y lo explotaba a su guisa”. Pero a lo largo de la segunda mitad de aquel siglo predominó la honestidad… Hasta el triunfo de la Revolución carrancista, que vio el poder como un botín. Así, por ejemplo, los carrancistas impusieron el bilimbique, un pedazo de papel con el que exigían la plata de los mexicanos, que manifestaron su desprecio con humor. “El águila carranclana”, decían los versos de un pasquín, “es un animal muy cruel; come plata mexicana y caga puro papel”.
La Revolución carrancista es, tal vez, el origen histórico de la corrupción en México.

*Investigador de la UNAM (Cialc) ctello@milenio.com

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