“El diputado es sólo un gestor”, dijo Roberto Suárez Nieto hace poco más de 40 años, entonces candidato a diputado por el décimo distrito electoral local en Guanajuato. Político de abolengo priista, Suárez Nieto fue, a lo largo de su carrera, diputado federal, senador y aspirante a la gubernatura de su estado.
En junio de 1973, Suárez Nieto hacía campaña electoral y, en entrevista con el entonces adolescente escribidor y sus amigos del quincenal Pueblo, decía que trataba de hacerla diferente y que buscaba explicar a los votantes que un diputado “no resuelve problemas individuales”. Y añadía que una de las labores de los diputados era hacer trabajo de gestoría en favor de “una comunidad o núcleo”. Sus palabras remitían y rechazaban aquella escena en donde todos los probables votantes entregaban “cartitas” con peticiones al candidato en turno.
Eran los tiempos, que todo indica que hoy están de vuelta, “recargados”, en los que los legisladores mexicanos —diputados federales y locales y senadores— no legislaban; quienes habían sido postulados por el PRI, y también por el PPS y el PARM, acudían a sus cámaras simplemente a levantar el dedo, a aprobar toda iniciativa de ley o de reforma legal que les enviaba el Presidente de la República o, en su caso, el gobernador del estado, y más les valía no tocarla ni con el vientecillo de una coma. De ello dependía su carrera política. Levantadedos era su nombre popular.
Pero algo tenían que decir a sus supuestos electores. Ni modo de decirles que iban a proponer y aprobar leyes en su beneficio. Y encontraron en la gestoría, aprovechando su cercanía y sus probables influencias con los poderosos, la manera de intentar convencer a los ciudadanos… al menos a sus compañeros de partido, para poder presumir el apoyo de las bases y seguir en la brega.
Y sí, aprovechando su investidura hablaban con gobernadores, secretarios de Estado, en algún momento de suerte con el Presidente de la República, para tratar de conseguir una obra pública para alguna ciudad, municipio, comunidad o para obtener alguna concesión de cualquier tipo para aquellos que “se la jugaron” con él. Era la realidad y a través de esos “buenos oficios”, hay que reconocerlo, se lograron muchas obras a lo largo del país.
Pero entonces a ninguno de ellos se le ocurrió, como lo han hecho los miembros de la LXII Legislatura federal, que en privado podían autoasignarse un presupuesto anual (ya se sabe que desde 1917 la Cámara de Diputados tiene como facultad exclusiva aprobar los presupuestos federales) para repartirlo a discreción, presuntamente en su distrito, en obras en beneficio de sus votantes, ahora muchos de ellos profundamente molestos por los votos de sus supuestos representantes en normas como la que, por ejemplo, homologó el IVA a 16% en todo el país, y mucho menos en estos tiempos en los que, se supone, los legisladores mexicanos sí pueden legislar y acotar al Poder Ejecutivo.
Hasta donde se sabe, gracias a la revelación de Víctor Manuel Jorrín, de Movimiento Ciudadano, el próximo año de 2014 los diputados ejercerán un presupuesto de cinco mil millones de pesos —como ya lo hicieron en 2013— para gastos que nada tienen que ver con sus actividades legislativas ni mucho menos, sino para obras en sus comunidades, que quién sabe quién o quiénes determinarán y bajo qué criterios. Es decir, los diputados “modernos” ya no harán gestiones en el gobierno federal o en los gobiernos estatales para conseguir obras para el beneficio de sus comunidades, sino que ellos simplemente las otorgarán. Llevaron el coyotaje, como se le llama a esta actividad en las afueras de las oficinas públicas, a un nivel superior. Faltaba más.
Teóricamente, de esa bolsa, a cada uno de los 500 diputados federales le corresponderían diez millones de pesos, pero resulta que según el diputado Jorrín, en entrevista con Ivonne Melgar para Excélsior, son los coordinadores de cada una de las siete fracciones parlamentarias los que determinarán cómo se reparte ese dinero. Una nueva forma de control político de los legisladores. En otras palabras: “Compañeros, pórtense bien, porque recuerden que yo soy quien decide sobre ese dinero”. Los legisladores beneficiados condicionarán de igual manera, en el supuesto caso que ese dinero se transforme en alguna obra pública, a los alcaldes, y éstos a los líderes de colonias, y éstos al ciudadano común y corriente. ¡Acuérdate de mí!
Se llama clientelismo político. No es fácil explicar a los ciudadanos enojados el sentido de un voto, pero es fácil “venderles” como un favor la obra pública —así sean banquetas— que esperan desde hace años de gobiernos de cualquier nivel y de cualquier signo político.
En una democracia representativa los miembros del Poder Ejecutivo, ejecutan, gobiernan; los legisladores, legislan, y los jueces, juzgan, en una paráfrasis del consejo que el ingeniero Heberto Castillo daba para solucionar los problemas de las universidades públicas: que los estudiantes, estudien; los maestros, enseñen; los funcionarios, funcionen, y los trabajadores, trabajen. Así es de sencillo.
Claro, es más fácil llegar a decir que se consiguió presupuesto para, por ejemplo, unas canchas deportivas, que explicar por qué se votó por impuestos impopulares y que se había prometido que no habría.
Para evitar el absurdo —legisladores decidiendo como miembros del Poder Ejecutivo— hay una solución fácil: que cada diputado federal recoja sus diez millones de pesos y los regrese públicamente a las arcas del Estado. Apueste triple contra sencillo a que no ocurrirá. “Ya está votado”, dirá algún cínico.