Varias veces he comentado en este espacio que la lucha contra la corrupción se quedará siempre corta si no se logra poner nombre y apellido a quienes han incurrido en ella.
Denunciar, en general, la deshonestidad en el manejo del presupuesto y la toma de decisiones administrativas nunca será un acicate suficiente para generar la honradez en el servicio público.
Lo mismo pasa con las instituciones que son muy buenas en detectar desvíos de recursos, actos de patrimonialismo e ineficiencia en el gasto cuando no logran atar la denuncia a un nombre.
Tampoco sirve, por supuesto, la persecución política disfrazada de lucha contra la corrupción, pues alienta a funcionarios y representantes a cuidar sólo su relación con sus superiores y olvidar sus deberes con la ciudadanía.
Muchos países han entendido que la corrupción es uno de los peores males que pueden contraer, pues impide que el ascenso, el mérito, la experiencia y el conocimiento se pongan al servicio del avance de los individuos y la sociedad.
Uno de los que parece haber comprendido esto es China.
En enero de 2013, cuando se aprestaba a convertirse en el dirigente de su país, Xi Jinping pronunció un discurso ante el comité disciplinario del Partido Comunista, en el que prometió perseguir a los “tigres” (hu) y “moscas” (fei) —líderes poderosos y burócratas menores— que han convertido a la corrupción en paisaje.
“El estilo con el que trabajamos no es un asunto menor”, dijo Xi aquella vez. “Si no cambiamos las tendencias no saludables y permitimos que se desarrollen, será como poner un muro entre el partido y el pueblo, y perderemos nuestras raíces y fuerza”.
Durante meses se especuló sobre a quién se refería Xi en su discurso. Esto comenzó a ser claro hacia finales del año pasado.
La sorpresa de los observadores de la política china fue mayúscula cuando sonó el nombre de Zhou Yongkang, el poderoso exjefe de la seguridad interna del país, quien también fungió como funcionario clave de la empresa petrolera estatal y dirigente en la provincia de Sichuan.
Entre 2007 y 2012, Zhou (Wuxi, 1942) fue uno de los nueve miembros del Comité Permanente del Politburó del Comité Central del Partido Comunista, el máximo órgano de dirección del país, que recientemente fue reducido a siete integrantes.
Hasta hace unos meses hubiera sido impensable que un miembro del Comité Permanente fuera sometido a la justicia. Se les consideraba virtualmente intocables.
De una forma discreta, apegada al estilo político del país, Zhou fue colocado en arresto domiciliario a principios de diciembre pasado, para sorpresa general. Se trata del personaje más poderoso en ser señalado por corrupción desde la creación de la República Popular China.
En semanas recientes se han conocido en medios chinos, de manera inusitada, historias de deshonestidad en las que Zhou y varios de sus familiares se han visto involucrados.
Entre ellos está su hijo, Zhou Bin, un empresario que ha logrado amasar una gran fortuna gracias a negocios turbios y quizá también acciones criminales.
La investigación también alcanza a un ministro, dos vicegobernadores provinciales y un viceministro, así como a varios ejecutivos de la industria petrolera.
Meter a un “tigre” como Zhou a la jaula ha sido una decisión que los expertos en China juzgan como una necesidad para modernizar el país. Además, los escándalos que involucran a dirigentes encumbrados, incidentes cotidianos de corrupción y la ineficiencia de cuadros locales han minado el control político del Partido Comunista y generando descontento social.
Eso lo han entendido en Pekín, particularmente el presidente Xi Jinping. La corrupción es cada vez más difícil de tapar en una época en que la información se ha vuelto abierta y accesible.
Un riesgo para la gobernabilidad es que el conocimiento de la corrupción no vaya aparejado con sanciones que hagan desistir de incurrir en ella a quienes tienen la posibilidad de hacerlo.
La única moralidad que existe en el servicio público es la que está establecida en la ley. Y el único freno a los corruptos es la voluntad inquebrantable de la autoridad de perseguirlos.
Está por verse si las medidas que se han conocido en China en los últimos tres meses son efectivamente: un hasta aquí a la corrupción.
En todo caso, llama la atención que Xi Jinping haya estado dispuesto a ir más lejos que nadie para desenraizar un mal que daña las relaciones sociales de su nación y la imagen del país ante el mundo.
En México se han destapado dos escándalos de corrupción recientemente, Oceanografía y la Línea 12 del Metro, ésta última más por problemas técnicos que por un deseo de ventilar malos manejos en la contratación de obra pública.
Pero ¿quiénes son los “tigres” que permitieron que Oceanografía se hiciera de una enorme cantidad de contratos millonarios con Pemex sin sentirse siquiera obligada a cumplir en tiempo y forma con lo que éstos estipulaban.
¿Nos quedaremos en generalidades o habrá señalamientos concretos?
Arremeter, en serio, contra los corruptos es difícil y arriesgado, por todos los intereses involucrados, pero es la única forma de quitar del camino los intereses creados que impiden la modernización del país.