El paquete económico para 2014 presentado por el Presidente hace un par de semanas comprende tanto una iniciativa de Ley de Ingresos como un Presupuesto de Egresos. La conjunción de ambos instrumentos constituye la política fiscal del gobierno federal. Toda vez que la Ley de Ingresos debe aprobarse antes que el Presupuesto (a más tardar el 31 de octubre), en esta entrega quiero ocuparme de los impuestos.
A diferencia de otros asuntos legislativos que pueden posponerse casi indefinidamente, el debate anual en torno al paquete económico permite analizar con mayor claridad los vericuetos de la negociación entre el Presidente y los legisladores de distintos partidos: independientemente de la retórica fácil donde todos dicen preocuparse por el bien del país, por la justicia, o por el bienestar de los que menos tienen, las decisiones hacendarias ponen en relieve tanto las preferencias de la clase política como los intereses que representan en los hechos.
Comparada con los países de América Latina o bien con los de los países de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), la recaudación de impuestos en México ha sido históricamente baja. La recaudación depende en gran medida de los impuestos a la producción de hidrocarburos. La renta petrolera ha facilitado la posposición de grandes reformas fiscales: cuando los precios del petróleo suben, las presiones por reformas tributarias bajan. Esto ocurrió entre 1976 y 1981, cuando se descubrieron grandes reservas, o bien en 1991, cuando la guerra del Golfo elevó los precios del crudo y Salinas bajó la tasa general del IVA de 15 a 10%. Cuatro años después, el IVA volvió al 15% como respuesta a la crisis de diciembre de 1994.
En México, la recaudación del IVA es de alrededor de 4% del PIB, mientras que el promedio en América Latina es de 6% y el de la OCDE es de 6.6%. Los impuestos sobre la renta de empresas representan alrededor de 2% del PIB, mientras que en el promedio de la OCDE es de 3%. Impuestos locales como el predial solamente recaban 0.3% del PIB, comparados con 1.8% en la OCDE. De modo que margen de maniobra sí hay.
Año con año, las misceláneas fiscales buscan incrementar la capacidad y eficiencia recaudatoria pero los ingresos tributarios no han crecido de manera significativa. El código fiscal no luce tan mal pero, en la práctica, la recaudación es baja gracias a una reducida base de contribuyentes, un alto nivel de informalidad, numerosas excepciones y regímenes especiales, y una administración tributaria débil que tolera altos niveles de evasión. Por ejemplo, mientras que en la reforma fiscal de 1995 se estimaba exentar del IVA a alrededor de 15% de los productos, en la práctica más de 40% de los bienes y servicios no pagan este impuesto gracias a ciertas lagunas en la regulación fiscal y a litigios que han logrado ampliar la lista de productos exentos.
Quienes se oponen a establecer un IVA generalizado, argumentando querer proteger a los más pobres, mienten. Veamos por qué. Para tener claro quién gana y quién pierde con el statu quo vigente hace falta comprender la incidencia de los impuestos. En términos absolutos, el IVA en alimentos y medicinas es un impuesto progresivo: el que más consume pagaría más impuestos. Sin embargo, en términos relativos, es un impuesto regresivo: como los hogares más pobres dedican un mayor porcentaje de sus ingresos al consumo de alimentos y medicinas, el IVA a estos productos tendría un mayor impacto relativo en su gasto.
El problema de este arreglo es que por cada peso de IVA que se exenta a los hogares más pobres, se exentan 4 pesos a los hogares más ricos. Así las cosas, la mitad del “subsidio implícito” en la exención del IVA a alimentos y medicinas favorece al 20% más rico de la población. En teoría, una reforma que eliminara esta exención permitiría recaudar esos 4 pesos y gastarlos compensando a los hogares más pobres. El segundo problema es que, en la práctica, muchos ciudadanos no creerán que el gobierno de verdad compensará a los perdedores de dicha reforma.