En el mundo de las letras, o del cine, son incontables los ejemplos de poemas, novelas o películas cuyos temas centrales son dolor, enfermedad, muerte, eutanasia o sufrimiento. Lo inverso, tomar del mundo de las letras una idea para convertirla en enfermedad es poco frecuente. Burn out (o burnout), significa apagarse, quemarse, extinguirse, desgastarse, fundirse. La idea de llamar síndrome burnout a la “respuesta inadecuada a estrés crónico caracterizada por cansancio o agotamiento emocional, despersonalización y falta o disminución de realización personal en el trabajo en individuos expuestos al contacto constante con otras personas y que deviene fatiga y desgaste profesional”, proviene de la literatura. Mucho se ha escrito acerca de los entrecruzamientos entre ficción y realidad y de la frecuente imposibilidad para delimitar las fronteras entre una y otra. Ese es el caso del síndrome burnout: psicólogos y médicos trasladaron la ficción a la realidad.
En 1961 Graham Greene publicó A Burnt-Out Case (Un caso acabado); en su libro narra la historia del arquitecto Querry, reconocido en todo el mundo por la magnificencia de sus obras, principalmente, por la belleza de sus iglesias. Harto del trabajo y de la presión, deja de interesarse por el arte y los placeres que antes le deparaba “esa” vida. Sumido en un estado de indiferencia, del cual no logra salir, decide emigrar al Congo. Ahí, el doctor Colin le diagnostica Burnt-Out, y le explica que su agotamiento es similar a las mutilaciones que sufren los leprosos; con el tiempo Querry mejora y después cura, tanto por el tiempo dedicado a trabajar con enfermos de lepra como por haber dejado el mundo que tanto le atosigaba. De acuerdo con su voluntad Querry es enterrado en el Congo: no quería nunca regresar a su vieja vida. Además de Greene, Thomas Mann, en su novela Los Buddenbrook, publicada en 1901, describe en el cónsul Thomas Buddenbrook un cuadro de agotamiento físico y desgaste similar al concepto de consumo y apatía del síndrome burnout.
Ambas novelas retratan con maestría una enfermedad contemporánea, poco identificada a pesar de ser cada vez más presente, y no sólo sin visos de mejoría, sino más perversa. Decir que ya vivimos o pronto seremos víctimas de una epidemia de síndrome de desgaste, diferente a la original, es correcto.
En un principio, en la década de los 70 del siglo pasado, cuando se describió el síndrome de desgaste, los estudiosos expusieron un cuadro caracterizado inicialmente por fatiga física y emocional; con el tiempo, en las personas que no reciben tratamiento, se agregan alteraciones en la memoria, incapacidad para mantener atención visual y auditiva, cinismo, ineficacia, falta de interés, depresión, intolerancia y cambios en la conducta, elementos, la mayoría presentes, en el síndrome burnout. Los grupos vulnerables son personas cuyo trabajo exige mantener un contacto constante y directo, auditivo o visual, con los beneficiarios de su labor. Secretarías, teleoperadores, médicos, enfermeras, consejeros familiares, docentes y terapeutas familiares son grupos vulnerables.
Cuando el síndrome se describió la parafernalia tecnológica dedicada a la comunicación era más pobre cuando se compara con la actual. Pobre en cuanto a la tecnología (teléfonos celulares, correo electrónico, WhatsApp, Twitter, Facebook, etcétera) y pobre en relación al tiempo dedicado cada día a atender llamadas, recados, mensajes, intromisiones de las compañías telefónicas, etcétera. En la actualidad, la disponibilidad personal, por el tiempo dedicado, por la rapidez de los mensajes, por el número de individuos con los cuales se establece algún tipo de contacto y por la premura en resolver o responder alguna cuestión debe ser casi ilimitada.
Ese nuevo grupo, denominado ocasionalmente nativos de internet, conforma un sustrato no incluido en las descripciones iniciales del síndrome burnout. Aunque por ahora no se ha descrito “la enfermedad internet”, el “síndrome WhatsApp”, o el “complejo Facebook”, es muy probable que en el futuro esas comillas desaparezcan y conformen un nuevo apartado médico, cuyas víctimas sufran desgaste físico, anímico, afectivo e intelectual por el tiempo dedicado a mantener contactos vía la tecnología. Esta nueva forma de comunicación empieza a modificar a las personas.
Con el advenimiento de nuevas parafernalias es muy probable que los ahora hipotéticos síndromes “enfermedad internet”, o signos como “mano Blackberry”, “visión favoritos”, “audición buzón de voz”, se conviertan en una suerte de epidemia donde la incapacidad para concentrarse, para escribir, sobre todo en manuscrito, para conversar, para leer y para apreciar el silencio desaparezcan. Llegado ese momento necesitaremos de un nuevo Greene y otro Mann para validar los nombres de los por ahora hipotéticos signos y síndromes.