La figura de los órganos de autonomía estatal modifican el esquema clásico de la división de poderes y su razón de ser está en la convicción de que ciertas funciones deben aislarse de la injerencia de los poderes constituidos o fácticos.
Después de las autonomías universitarias (la UNAM la obtuvo en 1929), nuestro arreglo institucional dominado por un solo partido se olvidó de ellas. No volvieron a la discusión pública sino hasta que los partidos de oposición comenzaron a contar y pudieron imponer ciertas reformas. En 1993, el Banco de México inaugura la era de los órganos autónomos. A ella siguieron las del IFE y de la CNDH en los años 90 hasta sumar 11 después de las reformas del año pasado. Cada vez más áreas de política pública son sustraídas del Poder Ejecutivo. De la política monetaria a la electoral, de la de competencia a la de la información, de la de los derechos humanos a la de evaluación educativa. La mayor parte de los hoy órganos de autonomía estatal fueron en su inicio organismos públicos descentralizados bajo el control del gobierno o sus funciones eran desempeñadas directamente por alguna secretaría de Estado.
Algunas autonomías se justifican por las funciones que realizan. Otras son veleidades de los legisladores empeñados en disminuir el poder del Ejecutivo pensando, si acaso, que son la condición de posibilidad de producir políticas más sólidas. Esto no es necesariamente cierto, pero lo que sí es verdad es que la autonomía equivale a la no subordinación a las decisiones de otro poder o poderes. Significa estar exento de condicionamientos externos, ya sea del Presidente, de los partidos políticos que pueblan los órganos de representación o de sectores privados que miran por sus propios intereses y no los del consumidor o de la mayoría de la población.
Pero los legisladores no parecen entender eso. No parecen entender que de la misma manera que existen las llamadas garantías judiciales —suficiencia presupuestal, nombramiento, duración y remoción de sus integrantes y libertad y profesionalización en su gobierno interno— para avalar la independencia del Poder Judicial, todo órgano autónomo debe contar con las salvaguardas necesarias para que puedan, en efecto, aislarse de las exigencias de los poderes públicos o fácticos.
Las salvaguardas son de dos clases. Las formales y las reales, las de derecho y las de hecho, las teóricas y las prácticas. En el caso del IFE-INE poco tienen que presumir los legisladores en cualquiera de los dos campos.
Es de reconocer que han puesto a buen resguardo la suficiencia presupuestal y que poco han intervenido con el servicio profesional de carrera y el funcionamiento interno del Instituto, pero no acaban de hacerse cargo de uno de los pilares de la autonomía: el método de nombramiento y la inamovilidad de sus integrantes. La inamovilidad supone que los consejeros no pueden ser removidos salvo por la comisión de faltas graves. Que se sepa ni en 2007 ni en 2014 los consejeros incurrieron en las faltas que tipifica la Constitución o la Ley de Responsabilidades de los Servidores Públicos. Aun así, se les dijo adiós. Con esas remociones se vulneró otro de los principios de autonomía: la combinación de periodos relativamente largos y escalonados de inicio y conclusión que evitan que un poder público (ya sea el Congreso en una Legislatura o un Presidente durante su mandato) pueda nombrar dentro de sus periodos a todos o a la mayoría de las personas encargadas de la conducción del organismo.
En lo que toca al método de nombramiento ni siquiera han guardado las formas. Por el contrario. Hacen gala pública de que los nombramientos pertenecen al ámbito de los intereses de los partidos. Presumen el cuotismo dando a entender que, en el mejor de los casos, la imparcialidad del organismo depende de que en sus decisiones los intereses de un partido contrarresten los de otro. De paso dejan a los consejeros en la incómoda posición de aparecer —aunque no lo sean— como los representantes fieles de sus padrinos políticos. La idea propuesta por el PAN de alterar las quintetas o ejercer el poder de veto para forzar la insaculación sobre una lista que está avalada por una comisión de gran prestigio y que prestó sus servicios desinteresadamente para contribuir a la transición del IFE al INE es una vergüenza.
Pero lo que más vulnera la autonomía del IFE/INE no es la inobservancia de las garantías que los propios legisladores inscribieron en la Constitución. Más dañino ha sido para el IFE y seguramente lo será para el INE el empeño de los partidos por violar las leyes electorales que ellos mismos diseñan, por cuestionar de manera sistemática las decisiones del Consejo General y por dañar la legitimidad y credibilidad de las elecciones con su comportamiento.