Nada trivial resulta la modificación que los diputados de todos los partidos, salvo el PAN, hicieron a la Ley de Partidos publicada apenas el pasado 23 de mayo y que ha sido detenida en el Senado. Tan no es insustancial que los partidos introdujeron una acción de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte porque atenta contra el derecho a la libre asociación y representación y porque hay contradicción entre la Ley de Partidos y la de Instituciones y Procedimientos Electorales. La materia del litigio es si el voto emitido por un ciudadano que cruce dos o más emblemas de un candidato de coalición debe contar tanto para los partidos coaligados como para el candidato o solamente para este último. La diferencia entre una y otra opción es crucial. Si como dice la nueva ley, el voto sólo se contabiliza para el candidato, los partidos se quedan sin un porcentaje de votación que puede significar para los partidos pequeños la pérdida de registro o la disminución de los asientos de representación proporcional.
La pregunta que sigue sin ser contestada es por qué hace menos de un mes todos aprobaron un artículo que hoy consideran anticonstitucional y discriminatorio.
No hay misterio. El PAN votó en contra de la modificación del artículo 87 porque es el único partido que ha jugado en solitario en las cuatro últimas elecciones federales y volverá a hacerlo en las de 2015. El resto votó a favor porque ya se va haciendo tradición que el PT y MC se alíen con el PRD y el PV (acompañado a veces del Panal) con el PRI. Lo que está claro es que en este país siempre se legisla de acuerdo al momento por el que atraviesa cada partido.
Pero hay algo más importante. De lo que se trata aquí no es de lo que algunos llaman un ilegítimo bloqueo a las minorías. Tampoco de la representatividad de los diversos intereses de la sociedad. Se trata de que los partidos pequeños no quieren ver disminuidas ni sus jugosas prerrogativas ni su potencial de chantaje en el Congreso para inclinar las votaciones hacia uno u otro lado.
Estos partidos recibieron un primer golpe de realidad en la Reforma Electoral de 2007, cuando se eliminó la llamada cláusula de la vida eterna. Antes de esa reforma los partidos coaligados podían decidir a través de un convenio el reparto del porcentaje de votos (y por tanto de asientos) que correspondería a cada partido. No había forma de saber cuántos votos recibía cada partido; ni siquiera si ese porcentaje alcanzaba el 2% necesario para el registro.
Para dimensionar la consecuencia de esa antigua regla basta con saber que en las elecciones de 2006 el PASDC apenas obtuvo 2% y el Panal 4.5% de los votos y, con ello, cuatro y nueve diputados, respectivamente. En cambio, gracias al convenio de coalición con el PRI, en esa elección al Verde le tocaron 18 diputados y, gracias a su alianza con el PRD, a Convergencia le tocaron 17 y al PT 16. Para obtener ese número de diputaciones cada uno de esos partidos tendría que haber obtenido aproximadamente 8.5% de la votación. Difícil pensar que ganaron esa cantidad de votos. En la siguiente elección, por ejemplo, Convergencia obtuvo tan sólo ocho diputados.
La Reforma Política de 2014 le dio otro golpe a la chiquillada: el porcentaje de votos para mantener el registro se elevó a tres por ciento. Contando la disposición vigente de la Ley de Partidos (en la que cuando se cruzan dos emblemas el voto cuenta para el candidato, pero no para el partido) el garrotazo es triple: desaparición de convenios de coalición, umbrales más altos y contabilidad sólo para los candidatos coaligados, no para sus partidos.
A ello hay que añadir que las prerrogativas que recibirán serán menores, pues éstas se cuentan en relación a la votación obtenida por el partido. Y otra más. Igualmente se reducen las prerrogativas, también muy generosas, que el Congreso asigna a sus fracciones parlamentarias, ya que la cantidad de recursos está en función del número de diputados o senadores que las integran.
La información de las asignaciones presupuestales a Grupos Parlamentarios en la Cámara de Diputados no está disponible para todo el periodo, pero tan sólo en 2012 fue de más de 250 millones.
No sabemos lo que decidirá la Corte ni si lo decidirá a tiempo. Lo que sí sabemos es que en materia electoral estamos mezclando dos problemas de muy distinta naturaleza: el de la representación, el de la representatividad y el del financiamiento público.
En México los partidos pequeños y los grandes que los apoyan quieren todo: protección a su incapacidad electoral, dinero, sobrerrepresentación y poder de chantaje.
Hay, sin embargo, posiciones intermedias. Una es la planteada por José A. Crespo: repartir los votos entre los partidos no de manera igualitaria sino a partir de la proporción de votos correctamente emitidos que recibió cada partido. Otra, más simple, es que el voto cuente para el partido del cual el candidato es militante.
*Investigador del CIDE
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