¿No cree usted que existe una suerte de demonización de los maestros? ¿No cree que se hace responsable en exclusiva a los maestros de muchos problemas estructurales de nuestro sistema educativo de los cuales la mayoría de los maestros son consecuencia y a la vez víctimas? ¿No cree que por supuesto se tienen que preparar y formar mejor, pero que también su labor debe ser más y mejor valorada por la sociedad, pero sobre todo por los distintos círculos de poder? Hay prácticamente dos millones de maestros, dos terceras partes o más en la educación básica, maestros que en su mayoría luchan por educar a sus alumnos día con día y muchas veces en condiciones muy difíciles para hacerlo. Es verdad que hay algunos, miles, cuya actitud es vergonzosa, que vandalizan, lastiman, agreden y que simplemente no enseñan, al contrario, abandonan a su suerte a sus alumnos, pero la mayoría de los maestros realizan un trabajo ejemplar.
Hace unos meses, antes de la detención de Elba Esther Gordillo, escribí junto con mi compañera Bibiana Belsasso, el libro La élite y la raza, la privatización de la educación (Taurus, 2012). Ahí decíamos que la desigualdad que agobia a nuestros países es tanta, que cruzar una calle implica vivir con los índices de calidad de vida de Canadá o con la pobreza abismal de cualquier nación africana. Socialmente no hay recetas para acortar esa distancia, pero la única forma de cruzar esa calle, de acercar esos mundos, es a través de la educación pública como palanca para el desarrollo y la conciliación.
Es verdad que existe una tendencia legítima, pero equivocada, de canalizar cada vez mayores esfuerzos hacia la educación privada, de acercar a la niñez y a los jóvenes a la escuela privada y no a la pública. Eso es lo que ha estancado la movilidad social en México. El que nace pobre y con pocas oportunidades no puede más que seguir estando pobre y sin oportunidades. La única opción para romper ese esquema es una educación pública con calidad.
Existe otro desafío en la educación que es la ideologización de la pobreza y de la mano con ella, la de la propia educación. La Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación escenifica perfectamente esa lógica de mantener a la educación como rehén de la lucha por el poder.
En el discurso político de la Coordinadora no hay nada que se acerque a la educación. No es el tema ni el objetivo: en todo caso, es la coartada más o menos eficaz, para una lucha política que tiene que ver con las oposiciones más radicales, y suele pasar por las plazas del magisterio, a las que quieren conservar como un bien patrimonial.
Decía Sofocles que “un Estado donde quedan impunes la insolencia y la libertad de hacerlo todo, termina en el abismo”. No se recuerda un año sin que los líderes de la Coordinadora no hayan ordenado tomar la ciudad de Oaxaca o las calles de Chilpancingo o Morelia, donde no hayan bloqueado espacios públicos en la Ciudad de México, donde no hayan planteado un pliego petitorio imposible de cumplir y, finalmente, no hayan terminado recibiendo dinero y posiciones políticas o poder de los gobiernos o incluso de los opositores coyunturales de éstos, que han pensado que están usando esas movilizaciones para descarrilar a sus adversarios sin comprender que así han estado haciendo cada día más fuertes y más impunes a grupos que apuestan solamente por ellos mismos.
Oaxaca, Michoacán, parte de Chiapas y Guerrero tienen, gracias a estos grupos, los peores índices educativos del país. Nada beneficiará más a las familias, a los estudiantes y a los propios maestros que reformas educativas que les den a los educadores mayor respetabilidad social y preparación, de la mano con mejores salarios. Pero estas reformas son rechazadas por estos grupos cuyas exigencias giran en torno a que se les permita conservar como un patrimonio personal sus plazas y que cuando terminen la carrera normal, se necesiten o no más maestros, tengan en automático una plaza en el magisterio. Y al mismo tiempo dicen que la reforma educativa “privatiza” la educación.
¿Qué puede ser más privatizador que exigir que las plazas del sector público sean patrimonio de una persona, que la pueda vender o heredar como un bien personal, privado? ¿Qué privatiza más la enseñanza que la irresponsabilidad de dirigentes magisteriales como los de la Sección 19, la 22 o la 18, en Morelos, Oaxaca o Michoacán, que se toman más días para marchar, manifestarse, hacer plantones o bloquear calles que para dar clases? ¿Qué impulsará más a una familia, a enviar a sus hijos a una escuela privada que el hecho de que sus hijos encuentren una y otra vez la escuela pública cerrada y a sus maestros en la calle?
La privatización y la radicalización se alimentan mutuamente porque es la forma en que ambas se pueden fortalecer. Las dos fabrican excluidos y aumentan la desigualdad. La opción es la educación pública extendida, masiva y de calidad.
Todo esto lo decíamos en ese libro hace unos meses. Hoy lo refrendamos.