De las prácticas corrosivas para la democracia en nuestro país es el discurso trunco sobre las instituciones. Estas apenas sobreviven en la tensión de la doble moral que, por un lado, apoya a las organizaciones de interés público y, por la otra, despliega prácticas que socavan en los hechos su legitimidad. Uno de los mejores ejemplos de institución cruzada por esta contradicción es el IFE, que hoy pasa por uno de los momentos más críticos de su corta historia.
Este símbolo de la mecánica del cambio democrático tiene un poco más de dos décadas de existencia, una cuantiosa inversión pública detrás, pero una historia aún breve desde el conteo largo de la repetición de rutinas que hace a las instituciones. La reforma electoral de 1996 ciudadanizó su consejo y se desprendió de la tutela gubernamental, pero para pasar a la hegemonía de los partidos. Su autonomía ha estado permanentemente amenazada por la intervención del régimen de partidos que contribuyó a construirla y que persiste en subordinar las reglas de la convivencia a sus intereses.
Nada más hiriente para el interés público que querer ajustar los órganos constitucionales del poder a la coyuntura política. Esta es una de las causas de los problemas de la convivencia, desgaste de las instituciones y desencanto que mantiene bajo el nivel de aceptación de la democracia. Con los partidos a la cabeza de estos fenómenos, por conducirse como los primeros responsables de su propia crisis de representatividad y divorcio con la ciudadanía. Por la acción de sus liderazgos que pretenden tomar un beneficio a través de estrategias de acoso a las instituciones que se han empeñado en construir.
La historia del IFE es como la del mito de Sísifo, que en el día sube a lomo la piedra de su propia construcción institucional para dejarla caer cuando llega a la cima. Nuevamente incompleto, como en 2012, y peor aún de manera inédita sin nombramiento del presidente que sustituya a Leonardo Valdés, que concluyó su periodo el 30 de octubre. En espera de saber si el Congreso se pone de acuerdo para nombrar la mayoría de las vacantes del Consejo General o si decide desaparecerlo con una reforma electoral en ciernes.
Nada más alejado de las rutinas de la vida institucional que la incertidumbre en la que lo colocan los partidos. No es nueva. Se ha hecho costumbre que a cada elección presidencial suceda una reforma de las reglas electorales en función de la lectura del resultado de los comicios de los perdedores. Poco importa que hubiese condiciones para que cualquiera se alzara con el triunfo, que los votos se contaran razonablemente bien y que las impugnaciones no pusieran en riesgo los comicios, cuando hay que repartir culpas de las propias derrotas. De ahí salió la actual iniciativa de desaparecer los 32 órganos electorales locales y fusionar en una institución nacional. Es la revancha del PAN contra sí mismo, a falta de una evaluación de las causas de perder la Presidencia.
La lección de los comicios presidenciales de 2012 para el PAN, en primer lugar, pero también del PRD, es que el federalismo se desvirtuó en un feudalismo que detiene la marcha de la democracia, dado que los gobernadores ejercen un poder sin contrapesos, comenzado por los órganos electorales locales. Nadie duda de la concentración de poder en los ejecutivos de los estados, pero trasladar esa cuota de influencia a los partidos disuade de la motivación democrática de nacionalizar las elecciones y poner su organización bajo dominio de las fuerzas políticas.
La exaltación democrática de la propuesta choca con el desdén que ahora, así como en 2012, han mostrado los partidos por la integración del IFE y su vida institucional. Sobre todo porque se deja fuera de discusión el modelo de cuotas partidistas en la conformación del Consejo General y que debilita su autonomía. Lo importante para la oposición es remover el obstáculo del poder de los gobernadores, refugio del autoritarismo y bastión del poder priista, para “emparejar el piso” hacia las presidenciales de 2018.
El problema para los partidos es que, paradójicamente, uno de sus pocos contrapesos son los gobernadores. La mayoría de ellos, independientemente del signo político, están poco interesados en apoyar una reforma constitucional que, en definitiva, tendría que aprobarse por 16 legislaturas locales. La rebelión de los gobernadores contra la nacionalización de las elecciones la encabeza el del Estado de México, Eruviel Ávila, aunque su interés tampoco sea defender la vida institucional del IFE, sino sus oportunidades políticas.