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Adiós a la redacción

Superiberia

 

¿Suerte?, ¿olfato periodístico?, ¿circunstancias?, ¿azar?, ¿casualidad?, ¿fortuna?, ¿el universo que conspira a favor?, ¿habilidad para saber el momento y lugar exacto donde está la noticia? No lo sé. Lo cierto es que algunos periodistas tenemos esa aura buena que nos hace llegar, estar, escuchar, ver, sentir, incluso intuir, en el momento exacto. Algunos lo tienen bastante desarrollado, así era mi compañero y amigo reportero gráfico, Roberto Blanco, siempre en el sitio y momento, parecía que la noticia lo perseguía a él, para ser retratada. Y él, siempre profesional, ahí estaba, disparando la cámara, con ojo acucioso, capturando la historia en imágenes que todavía hoy, tienen la característica de la permanencia, en el papel.  Compañero jovial, agradable, ameno, aunque en broma le dijeran “siempre de buenas”. Quienes lo conocimos y convivimos, supimos de su entrañable disposición al trabajo, sin horario, como es el periodismo; de su afán por siempre solucionar y ayudar, fuera y

dentro de la redacción.

La redacción, ese sitio convertido en segundo hogar. El espacio donde los “coleguitas”, “parejitas” o “camaradas” que hacen un diario o un noticiero, se desplazan, se sientan, se paran, se estresan; y hacen de sus notas, fotos, cabezas, diseños: su catarsis. Rescato recuerdos de mi paso por algunas redacciones de diarios locales, cada una con su ambiente, con su gente que ha dejado recuerdo, huella, rastro, enseñanza, recordada y contada por quienes lo vivimos y aún podemos contar a las
nuevas generaciones.

Sin duda, aunque parecidas, cada redacción es diferente; marcada muchas veces por la línea editorial, el tiraje, y hasta por las personas que están al frente del medio; pero siempre, quienes la integran, contribuyen, imponen su estilo, el ambiente. La atmósfera de una redacción se carga más que de nitrógeno y oxígeno, de la personalidad, el humor, el ingenio, la inteligencia, la destreza, y habilidades de cada fotógrafo, periodista, diseñador, editor, se vuelven éter viajando en ese espacio. Se deja sentir ese periodismo que “quiere decir esfuerzo intelectual, pensamiento”, como dijo alguna vez Fidel Castro Ruz, un día de la Libertad de Prensa allá en su isla caribeña, documentado por Juan Marrero en su libro “Prensa sin retorno”.

Rincón donde se puede hallar personas extraordinarias y ordinarias, excelentes y mediocres, intelectuales y medio cultas; porque la realidad es que aun cuando digan que el periodista sabe un poco de todo, también es cierto que de todo hay. La redacción se presta al intercambio de impresiones sobre la nota del día; al comentario procaz en torno al ‘personaje’ del momento que cree estará para siempre en la cima; a la consulta lanzada al aire sobre un dato, una fecha, un sinónimo, una palabra ‘en la punta de la lengua’ que no viene a la memoria mientras redactamos, y siempre algún compañero recuerda, conoce, destraba; a las bromas decentes e indecentes entre ‘coleguitas’; al ritual de tomar café tras café; al intercambio de miradas cuando algún jefe pasa o se asoma.

De constante transformación y movimiento, la redacción, antes acosada por el fuerte golpeteo de las teclas, y el ruido del papel ‘revolución’ resbalando por los rodillos de las máquinas de escribir, se ha convertido en nuevo mundo hardware, atravesado por el internet, el FTP, el software, la banda ancha, el Wi Fi, los correos electrónicos, las redes sociales, la saturación de noticias digitalizadas cada hora, cada minuto, cada segundo fluyendo de todas partes del mundo y saturando el mundo de la información.

“Hay algo de siniestro en toda oficina multitudinaria”, piensa Tomás, periodista, personaje del libro de Jorge Zepeda Patterson, “Milena o el fémur más bello del mundo”, cuando contempla la redacción del diario donde labora: “Docenas de personas encerradas día tras día durante más de ocho horas en una convivencia forzada es algo que termina por cobrar un pedazo de vida a cualquier ser humano. No importa cuán libertario sea el espíritu de sus integrantes, todos sucumben a las rutinas, a los actos mil veces repetidos con los que se conjura la larga espera entre el inicio y el fin de la jornada… sujetos todos a los usos y costumbres que dicta la singular
cultura de cada oficina”.

Pero todos los que alguna vez confluimos en una redacción, a veces también le decimos adiós, para entrar al cielo como el entrañable Roberto Blanco, o porque el destino nos obliga a cambiar de espacio. De hecho, temo por la futura desaparición de las redacciones, que se empiezan a disgregar para bien o para mal, y sus integrantes dejan de estar en un mismo lugar, para ubicarse en sitios fuera de la oficina: en la casa, el cibercafé, el hotel, el restaurante, de otra ciudad o país; ahí están ahora muchos reporteros gráficos, redactores, columnistas; lejos, pero cerca, latiendo a través de la web, conectados a través de los chats y correos electrónicos. Dejando atrás la inigualable experiencia de la dulce y a veces amarga, comunicación cara a cara, para pasar a la
nueva realidad virtual.

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