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A contracorriente crítica

Superiberia

Sí, soy un lector devoto de Tom Wolfe. Y, sí, leí su Hoguera de las vanidades antes de que Brian de Palma la hiciera película. A diferencia de quienes se encuentran en mi mismo caso, sin embargo, no pienso que esa sea una mala cinta. Es más, me parece casi muy buena. Infiel al libro, sí, y lastrada por un Tom Hanks dolientemente miscast y por una coda redentorista, eficaz pero fuera de tono, pero incluso pese a esas fallas una muy buena película, notable adaptación del tono caricaturesco de Wolfe al lenguaje cinematográfico, dotada además de momentos de un lirismo expresionista –la secuencia inicial filmada en steadicam a lo largo de un túnel subterráneo; la toma cenital del speakerphone sobre el tapete cubista– que se cuentan, al menos para mí, entre los grandes momentos de la historia del cine. Mi opinión, sin embargo, es claramente minoritaria: un par de amigos y mi mujer la tienen también en alta estima, la mayoría de la gente la detesta, no se diga la crítica especializada (en el agregador virtual de reseñas fílmicas Rotten Tomatoes alcanza sólo un 23 por ciento de comentarios positivos). Igual me gusta.

Como igual pienso que Madonna es una buena actriz –y no sólo en Desperately Seeking Susan y en Evita sino también en Dick Tracy y, sí, en Who’s That Girl?, donde se revela dignísima heredera de las grandes estrellas del screwball fílmico, dueña de un timing equiparable al de Carole Lombard y Judy Holliday–, que Jeffrey Archer es un escritor infravalorado –su Diario de prisión me parece, de hecho, una obra mayor–, que Marnie, La cortina rasgada y Topaz no constituyen el inicio de la decadencia de Hitchcock. Todo lo cual me hace un bicho rarísimo. Y no por pensarlo, sino por pensarlo a contracorriente del consenso crítico.

La crítica –y particularmente la crítica cinematográfica y televisiva– se comporta como un bicho raro (si no es que ponzoñoso), parece a veces cultivar instintos de manada: con perturbadora frecuencia pronuncia sentencias colectivas no sobre cierto trabajo sino sobre la capacidad toda de una persona –juicios sumarios, pues–, lo que a menudo hace devenir a esta irredimible haga lo que haga, incluso aunque haga bien. Así Lindsay Lohan, quien probablemente sea la peor persona del mundo –hace algunas entregas citaba yo aquí un reportaje del New York Times que parecía demostrarlo con fundamentos particularmente sólidos– pero no me parece la peor actriz, y menos en su más reciente trabajo, por el que la crítica la ha acribillado y en el que a mí me ha parecido soberbia.

La Liz & Dick de Lloyd Kramer que por estos días ha venido exhibiéndose en televisión es una biografía fílmica del montón, tan entretenida como la relación entre Elizabeth Taylor y Richard Burton (es decir muchísimo) aún si su valor como narrativa audiovisual es mediocre. Lo mejor de ella, sin embargo, es Lohan en el papel de Taylor: no sólo se trata de un casting inmejorable –la función social de válvula de escape pública es común a ambas, lo mismo que la inmadurez emocional–, ayudado por un trabajo de maquillaje insuperable, sino que literalmente Lohan deviene Elizabeth Taylor, hace suyos cada inflexión, cada gesto, cada manierismo. Su transformación resulta a un espectáculo a un tiempo hermoso e inquietante, una confirmación de que un gran actor lo es gracias a su sensibilidad, no a su inteligencia.

Tan sólo por esos 89 minutos de tiempo de pantalla efectivo, Lindsay Lohan merece toda mi admiración.

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