El polémico caso Monex, emblemático de la campaña presidencial de 2012, se cerró en definitiva el pasado miércoles, en una votación divida de cinco votos contra cuatro al interior del Consejo General del IFE.
La clausura del expediente abre nuevamente la reflexión sobre el financiamiento y fiscalización de las campañas, sin duda uno de los temas más complejos de la materia electoral, y pone sobre la mesa renovados problemas que están en la base de nuestra organización electoral.
Contrario a lo que adujeron los quejosos, el IFE validó la existencia de estructuras partidistas dependientes de empresas de intermediación. Hasta hoy, la estructura nacional de los partidos políticos era suficiente para gestionar sus propios recursos humanos, administrar sus finanzas y para tomar y hacer descender las decisiones políticas propias de sus estrategias de campaña. La decisión del IFE es probablemente el preludio que anuncie la modificación de la forma de hacer campaña en el futuro; con partidos que incursionen en nuevas modalidades para reclutar y adiestrar representantes, nuevas formas para mantener el vínculo laboral con ellos, para coordinar su trabajo político, y renovadas y modernas vías para hacerles llegar de manera expedita, vía tarjetas prepagadas, la recompensa por el trabajo realizado.
El esquema, totalmente novedoso y hasta de vanguardia, muy probablemente encontrará algunas dificultades prácticas porque en buena parte del territorio nacional es todavía difícil encontrar cajeros automáticos para retirar los emolumentos por el trabajo empeñado, o tiendas departamentales o de autoservicio para cambiarlos por bienes y servicios. Más aún, será difícil comprobar el uso de esos recursos ante la autoridad electoral, ávida como siempre de tener en sus manos los comprobantes que amparen cualquier movimiento.
Más allá de la banalidad, el asunto evidencia también la carencia de controles eficaces y oportunos en un entorno en el que el gasto ordinario y de campaña se ejerce a lo largo y ancho de un país dividido en dos ámbitos específicos, el federal y el estatal, y en donde la discrecionalidad de los partidos en el manejo y distribución del dinero conduce con frecuencia a confusión en el origen y destino del mismo, producto de la inyección, en el ámbito estatal, de financiamiento federal, y viceversa, lo cual alimenta la complejidad de los procesos de fiscalización. ¿Cómo saber, en este sentido, si efectivamente los recursos erogados en los estados se realizaron en el contexto de las campañas estatales o federales? ¿Cómo comprobar su destino específico, con miras a sumar ese gasto a los correspondientes topes de gasto de las distintas elecciones? ¿De qué manera se puede llevar a cabo una adecuada revisión, cuando los recursos erogados emanan de financiamiento federal pero se utilizan para el pago de representantes partidistas de la elección local? Es, sin duda, una de las repercusiones de la organización electoral altamente descentralizada que hemos construido, y que debe llevarnos a reflexionar sobre la pertinencia de un sistema nacional de fiscalización electoral en donde los órganos de fiscalización federal y estatales puedan converger en una plataforma común para llevar un registro, en tiempo real, de los ingresos y erogaciones de los partidos políticos.
Al margen de lo anterior, es altamente rescatable la definición avanzada por el IFE en otro tema en donde la línea divisoria es sumamente tenue. Me refiero a la diferenciación entre los gastos ordinarios y los de campaña. Al esclarecer que los gastos de campaña se emplean únicamente dentro del tiempo de campaña electoral y que tienen como propósito la obtención del voto ciudadano, se sentaron las bases para decretar que cuando se contrata un ejército de representantes de partido, por un periodo limitado pero sustancialmente coincidente con el proceso electoral, no hay duda que esa estructura se erige con motivo de dicho proceso y que, por lo tanto, las erogaciones que la misma genera deben computarse como gastos de campaña.
En los próximos días existirá evidencia para constatar si los más de 50 millones de pesos que se acreditaron al PRI como gastos de campaña sobrepasan o no los topes de gastos de las elecciones para diputados, senadores y presidente. De ser así, el caso Monex seguirá siendo objeto de polémica.