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Francisco…

Superiberia

 

Conforme pasa la vida, las creencias religiosas infantiles inculcadas por los padres y la comunidad que rodea a las personas experimentan diversas crisis.

 En nuestros países latinos, de fuerte tradición católica, éste fenómeno afecta a millones de personas, de tal manera que a las preocupaciones cotidianas sobre los aumentos de precios, la falta de empleos, la corrupción, la ferocidad del fisco y la abundancia de delincuentes; los latinoamericanos tenemos que agregar la angustia por las crisis de la fe:

 ¿Existe Dios? ¿Es cierto el milagro Guadalupano? ¿Por qué hay tantos curas pederastas? ¿Es verdad la enorme riqueza Vaticana? ¿Por qué son tan aburridas las misas? ¿Por qué ya no siento ganas de confesarme? ¿Es cierto que habrá una vida eterna? ¿Existe la justicia divina? ¿Por qué Maciel no recibió ningún castigo? ¿Hay alguna relación entre la religión y la política? ¿Por qué extraño mis certidumbres religiosas infantiles? ¿Eran mis padres unos pobres creyentes ingenuos? ¿Y mi bondadosa y piadosa abuelita? ¿También era una pen…. naif? ¿Por qué algunas veces tengo ganas de rezar? ¿Por qué no les creo ni a Norberto, ni a Onésimo? ¿Qué onda con el
Papa Francisco?

 Éstas y otras muchas preguntas similares rondan en las mentes de los mexicanos promedio. Los mismos que cuando les preguntan por su religión en los cuestionarios censales, responden en automático que son católicos; pero que en realidad, en el fondo de su corazón, no están seguros si lo
son de verdad.

 Desde luego que en cada persona, en cada familia y en cada región del país éste asunto de creer o no creer se expresa de muy diferente manera. 

No viven igual la crisis de la fe los indígenas chiapanecos, antiguos fieles de Don Samuel, que emigran a trabajar en las construcciones turísticas de Quintana Roo, que los adolescentes reventados que se divierten en las playas de Acapulco. 

Tampoco las mujeres ejecutivas, antiguas alumnas de las escuelas de monjas, padecen la misma confusión religiosa que las pobres prostitutas, víctimas de la trata, que pululan
en Tepito. 

Pero quizá en todos estos grupos experimentan, en algún momento, la angustia y la ansiedad por la
fe perdida.

 Desde siempre, pero sobre todo después de la Ilustración, buena parte de nuestra élite cultural se ha
declarado atea. 

Para las vanguardias intelectuales liberales o marxistas, educadas en Boston, París, Berkeley o Londres el asunto está resuelto de raíz: Dios no existe. 

Es un mito producto de la manipulación de los curas o bien, de la ignorancia de las masas sobre los adelantos científicos. Una absurda necedad ante los éxitos del progreso y un vestigio en retirada del pasado oscurantista.

 Pero también, desde siempre, al dogma ateo se le ha opuesto el terco dogma religioso y, recientemente, la novedosa búsqueda de caminos espirituales personales. 

Los datos estadísticos no son precisos en temas religiosos, pero por los comentarios en los medios y en las tertulias familiares, seguimos conviviendo —no siempre en armonía— ateos
y creyentes.

 Viene este asunto a nuestro interés, porque el tema de la fe rebota todos los días frente a nosotros sin explicación suficiente.

 ¿Por qué ha renacido el Fundamentalismo Islámico con tanta fuerza en Oriente Medio y en Europa? ¿Porqué discuten algunos, con sorprendente pasión, si debemos desear Feliz Navidad o sólo Felices Fiestas? ¿Por qué cada año más gente joven visita la Villa de Guadalupe y Santiago Compostela? ¿ Por qué, cada vez más también, millones de africanos y asiáticos, se transportan a la Meca en modernos aviones, armados de laptop de última generación? ¿Por qué siguen sumergiéndose en el Ganges, cada vez más,
millones de Indios?

¿Por qué los representantes de Obama y Castro —dos ateos— se reúnen en El Vaticano en secreto para mejorar sus relaciones?.

 ¿Por qué el Papa Francisco resulta simpático para tantos no creyentes? ¿Es la fe un ridículo atavismo arcaico? ¿Un cadáver insepulto de la evolución?

 O, ¿tal vez, el remedio para sanar la soledad y alcanzar la serenidad?

Que cada quien se responda
en silencio.

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