AGENCIA
Ensenada, Baja California.- Lo que debía ser un día más de entrenamiento para 207 cadetes de la Guardia Nacional se convirtió en una tragedia el pasado 20 de febrero, cuando siete jóvenes perdieron la vida tras ser arrastrados por las corrientes del Océano Pacífico. Los cadetes, de entre 18 y 29 años, fueron obligados a entrar al mar para enjuagar sus uniformes, una orden que se dio bajo condiciones climáticas adversas y que terminó en desastre.
La orden, dada por el teniente coronel David López Ordaz, conocido como “El Diablo”, fue clara y tajante: los cadetes tenían tres segundos para lanzarse al agua. Lloviznaba y las olas eran violentas, pero el temor a las represalias llevó a la mayoría a cumplir con la orden. Aquellos que no lo hacían sabían que podían enfrentarse a castigos severos, que incluían desde la privación del sueño y la comida hasta duras golpizas.
Las condiciones del mar, sumamente peligrosas ese día, resultaron incontrolables para los jóvenes. Las olas los arrastraron mar adentro, mientras intentaban en vano aferrarse entre ellos para regresar a la orilla, pero 11 cadetes desaparecieron en las aguas; cuatro lograron ser rescatados con vida, pero siete murieron ahogados. A tan solo 11 días de su graduación, las vidas de estos jóvenes se apagaron trágicamente.
La información sobre lo ocurrido se fue desvelando con cuentagotas y en medio de contradicciones. Inicialmente, se informó a las familias que se trataba de un accidente durante un entrenamiento acuático, una explicación que luego se modificó, señalando una mala decisión de los cadetes.
No fue hasta un mes después que el caso se mencionó en una conferencia de prensa del presidente Andrés Manuel López Obrador, donde el secretario de la Defensa, Luis Cresencio Sandoval, reconoció que el incidente fue resultado de una “falla” del director del centro de adiestramiento, David López Ordaz. Sandoval aseguró que López Ordaz había sido detenido y sería juzgado en tribunales militares por desobediencia, aunque rumores dentro de la institución sugieren lo contrario.
La tragedia no solo desveló la negligencia que condujo a la muerte de los jóvenes, sino también una cultura de abusos y maltratos dentro del centro de adiestramiento El Ciprés, conocido entre los soldados como “El paso de la muerte”. Familias de las víctimas y sobrevivientes han denunciado un patrón de violencia, extorsión y acoso por parte de superiores, incluida la práctica de cobrarles por dormir o comer en condiciones humanas.
Entre las voces de quienes han denunciado estos abusos está Fabiola Frías Lanfar, madre de Carlos, uno de los cadetes fallecidos. Desde la playa Monalisa, cercana al complejo militar, recuerda cómo encontró el cuerpo sin vida de su hijo, todavía con las botas y el cinturón táctico puestos. Fabiola, junto a otras familias, sigue exigiendo respuestas sobre lo sucedido aquel fatídico día.
A medida que se conocen más detalles, queda al descubierto un sistema que castiga y silencia a quienes cuestionan las órdenes, a menudo abusivas, de sus superiores. Los sobrevivientes han sido aislados y sus familias apenas han tenido noticias de ellos desde la tragedia. El Ejército, por su parte, ha mantenido silencio o ha ofrecido respuestas insatisfactorias.
Las madres de los jóvenes que murieron ese día siguen luchando por justicia, con la esperanza de que sus hijos no sean recordados solo por la tragedia que les arrebató la vida, sino como un símbolo de la urgente necesidad de reformar una institución que, en lugar de proteger, ha expuesto a sus miembros a situaciones de extremo peligro y abuso.