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Aumento de violencia y criminalidad en la frontera México-Guatemala desata crisis de refugiados

Superiberia

AGENCIA

Ciudad de México.- A lo largo del año 2024, la violencia y la criminalidad han recrudecido en la frontera de México con Guatemala, una situación que no es nueva ni desconocida para los medios noticiosos. El desplazamiento forzado de pobladores chiapanecos y la reciente conversión de un conjunto en refugiados en Guatemala representa uno de los costos más crueles impuestos por las organizaciones criminales en la región.

Tener ahora refugiados mexicanos en Guatemala es una trágica paradoja y un símbolo de la disolución del Estado de derecho y de la mínima institucionalidad en la región.

Este deterioro lleva años acumulándose, al igual que la desatención por parte del gobierno federal y los gobiernos locales, a pesar de la presencia masiva de las Fuerzas Armadas y de la Guardia Nacional en el estado de Chiapas.

Todo indica que no ha sido su prioridad, aunque formalmente están obligadas a intervenir en el control del crimen y la protección de la población. Los tonos alcanzados por la crisis de inseguridad son de horror, como lo han denunciado insistentemente organizaciones civiles de la entidad y como valientemente han comunicado colegas que estudian la frontera sur.

Las señales e iniciativas del Estado en la dirección debida siguen siendo una agenda pendiente, acumulando una deuda potencialmente impagable. ¿De qué dimensión debe ser el deterioro social para motivar una intervención decidida y eficaz que recupere el Estado de derecho? ¿No son suficientes los homicidios y los repetidos desplazamientos forzados de comunidades chiapanecas, en su mayoría indígenas?

Ante los refugiados mexicanos en Guatemala, la respuesta del gobierno federal no ha abordado directamente la cuestión central: el control de los grupos criminales, su erradicación y la recuperación de los territorios para sus comunidades. Es una necesidad inmediata para las poblaciones afectadas y una prioridad general para el estado en su conjunto, ya que numerosos municipios están bajo el dominio de organizaciones criminales que influyen sobre la vida cotidiana, el comercio y la producción, además de actividades sociales.

La crisis de inseguridad en Chiapas no es única en el país, y los refugiados chiapanecos en Guatemala no son los únicos mexicanos buscando protección internacional. Estamos frente a una grave crisis nacional, sin precedentes. El desplazamiento forzado, independientemente de sus factores particulares, es un contundente barómetro de las crisis sociales en curso y una medida de la ruptura de la convivencia normal, obligando a la huida de las personas.

El desplazamiento forzado es hoy una práctica extendida en México, violando los más elementales derechos. Se sufre claramente en Chiapas, pero también en otras regiones. Una parte de estas movilidades transcurre al interior del país, de una región a otra, de pueblos a ciudades. Otra parte se expresa en las fronteras, incluyendo ahora la sur con Guatemala, pero la mayor proporción se concentra en el norte.

En la frontera con Estados Unidos, desde mayo de 2022, el número de mexicanos arribando en grupo familiar ha crecido impresionantemente, pasando de aproximadamente 4 mil 500 personas en aquel mes a más de 37 mil en diciembre de 2023. En el transcurso de 2024, el promedio es de 24 mil eventos mensuales (hasta junio).

Comparado con los años previos a 2022, cuando la cifra de mexicanos en grupo familiar registrada por la autoridad migratoria de Estados Unidos no superaba un promedio de 4 mil registros mensuales, la escala del problema es alarmante: entre enero de 2022 y junio de 2024, los “encuentros” de mexicanos en grupo familiar ascienden a casi 440 mil.

Este nuevo flujo de refugiados mexicanos es el vívido retrato de condiciones sociales muy lastimadas, generalmente causadas por el predominio de organizaciones criminales, como ejemplifica Chiapas ahora. La crisis de inseguridad y el desplazamiento forzado son síntomas de la ruptura social y económica en las regiones, añadiendo costos graves a las prácticas de extorsión y otros delitos que limitan o anulan las actividades económicas y comerciales.

El dilema no está entre “abrazos” o “balazos”, sino en el fortalecimiento de las instituciones de justicia, desde fiscalías hasta el Poder Judicial, y de las instituciones preventivas y de seguridad. Estas deben renovarse siguiendo una ruta de modernización técnica y operativa, profesionalización y plena autonomía. Si no se elige este camino, y en su lugar se optan por procedimientos electorales y políticos como aspira hoy el partido Morena, no habrá soluciones ni justicia para Chiapas, ni para otros estados, ni para nuestros refugiados, ni para las víctimas.

El desplazamiento forzado y el deterioro social y económico en las regiones, junto con la escalofriante cantidad de homicidios, tienen un determinante central: las organizaciones criminales y las tolerancias que les rodean. ¿Qué más hace falta para reconocerlo y actuar con responsabilidad y con la fuerza de la ley? No hay mayor prioridad pública ni mayor urgencia social.

La violencia y el crimen han sumido aún más nuestros problemas nacionales, haciendo más distante su solución. Resolver estos problemas requiere enfrentar y resolver primero la crisis de inseguridad. A partir de octubre próximo, la próxima presidenta de México tendrá aquí el mayor de los desafíos. Sería una señal de esperanza que reconociera su crucial trascendencia y convocara a una acción nacional para instrumentar verdaderas alternativas. Ojalá, por el bien de la nación.

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