Llegamos al peor escenario posible: la certeza de la muerte sin las pruebas contundentes de la muerte. Así lo temía desde hace unas semanas. Que las investigaciones llegaran al irrefutable terreno de la certeza, pero de una certeza que no fuera posible demostrar con la presentación de sus saldos, de sus evidencias. Así: saber, con grado de certeza (por qué todos los testimonios te llevaron a esa verdad) que los estudiantes están muertos, pero no tener ningún cuerpo acredita esa tragedia. Y aquí estamos, de nuevo en
total desasosiego.
Esa sensación de hueco que acaso sólo se profundizó al escuchar los testimonios de los detenidos, al conocer la aterradora reconstrucción de los hechos. Y al intuir con grado de certeza que habrán de pasar días, semanas, meses, posiblemente años, para que tengamos el respaldo de laboratorio para asegurar, desde el dato irrefutable de la ciencia, que sí, que las cenizas, son las cenizas de la más imperdonable de las
hogueras.
Por lo pronto, sólo nos queda lo que, Jesús Murillo Karam decía en la conferencia de prensa. Eso y el desasosiego. Porque sabemos (todos lo sabíamos desde ese sentido que a todos nos fue conferido casi con el nacimiento: la intuición), colectivamente sabíamos que la probabilidad de que estuvieran vivos, era casi inexistente.
Aunque la esperanza (de los padres, de las familias, del gobierno y de todos los mexicanos) se negara a morir, porque al morir admitía (convocaba dirían algunos, decretaba dirían otros) la muerte misma. Eso y el dolor de ver a un país tan lastimado. En todas sus esquinas. Eso y comprobar que la sociedad está a merced de este y todos los horrores posibles.
Eso y ver un Estado (o para ser más precisos, a varias de sus estructuras) al que le falta un nuevo espejo, una nueva lupa, un nuevo rasero, una purga profunda, un acto de desnudez que sólo será posible al despojarse de los tantos retazos de esos tantos disfraces que se han ido cosiendo encima a lo largo de décadas y décadas y décadas de simulación, corrupción, y, ahora vemos claramente, colusión con lo más putrefacto del hampa nacional.
Pero también nos queda la profunda esperanza de que la narrativa (y por lo tanto, la realidad) que queremos y debemos (y merecemos) darnos a nosotros mismos, cambie de una vez por todas. ¿O qué se debe hacer con el dolor, con la indignación, convertirla en motor que impulse la limpieza de casa, de todo aquello que lo provoca, de todo aquello que nos trajo aquí?
Ya México perdió la —así fuera chiquita, débil— esperanza de encontrar a sus 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Los pronósticos —porque eso es todo lo que tenemos— ya no dan espacio para un mejor desenlace para los familiares. Y para toda la sociedad que nos hemos consternado y dolido con ellos. Pero la autocrítica tiene que darse en todos los niveles. Como me decía María Amparo Casar: “Es necesario saber, entender el porqué llegamos a este punto, porque de lo contrario, jamás podremos evitar que se repita…”. Los padres de los jóvenes han optado por esperar una confirmación contundente. Algo humanamente
comprensible.
Mientras escribo apago un cigarro y el cenicero está lleno de colillas; no ha sido un día fácil para nadie. Frustrante, doloroso, indignante, aterrador. Y entonces pensé en ellos por enésima vez, en los papás (y que yo no sea madre, nunca me ha impedido tener esa característica que nos hace humanos: la empatía, el entendimiento del dolor ajeno): que les digan que ahí está su hijo, vuelto cenizas y que tal vez no habrá manera, jamás, de confirmar que sí son las suyas.
Entonces, ¿qué haces? ¿Créelo o condénate a vivir el resto de tus noches esperando que un día tu hijo tocará la puerta? Sabiendo, además, en el fondo de tu ser, que eso no sucederá. Simplemente por el desgarrador hecho de no contar con un “algo”, lo que sea, ya no digamos un cuerpo ni siquiera un dedo para realizar tu ritual de despedida, para derramar tu llanto, para hacer tu propio santuario humano de duelo y despedida. Eso es tan atroz como la tragedia misma.
Y es que, además, ya perdimos todos: familiares, estudiantes, ciudadanos, partidos políticos, el gobierno, los medios de comunicación, la academia, las empresas, sus empleados, todos los mexicanos y mexicanas que hemos creído que podemos tener un México en paz, un México con futuro. Perdimos todos. Y escribo “ayer” nada más para ponerle fecha. En realidad, hemos estado perdiendo desde hace años.
El único que ha triunfado en estos años es el crimen organizado: el narcotráfico que ha terminado por infiltrar todo lo que puede, por poner de rodillas a poblaciones enteras, por cobrarse las vidas que le viene en gana. El único que ha ganado, desde hace años, ha sido esa delincuencia que a mayor o menor escala ha ido devorando todos los intentos por hacer de este un país con potencial, con tranquilidad, con perspectivas.
Las muertes y desaparecidos del sexenio de Felipe Calderón. Las muertes y desparecidos de lo que va del sexenio de Enrique Peña Nieto. Las del sexenio de Fox, de Zedillo, de Salinas. Todas resultado del actuar de esas organizaciones criminales y del evidentemente rebasado trabajo de las autoridades. Ayotzinapa es el resultado de un abrumador poder del crimen organizado para tejer complicidades, para comprar consciencias, para silenciar verdades, para atemorizar a una sociedad entera.
Poco a poco México empezó a contar muertos y desaparecidos. Poco a poco la gente tenía miedo de salir de sus casas. Dormir debajo de la cama por las balaceras nocturnas.
Mudarse a otro lugar, ahí a donde la violencia no te alcance.
Poco a poco se fueron contando más y más tragedias. Todas vinculadas al narcotráfico y a sus peleas por plazas, por ajustes de cuentas o para ganar silencios y complicidades. Poco a poco México se convirtió en tierra fértil en más de una acepción: ya no sólo el narco lograba filtrarse en varios niveles de gobierno, también lograba sembrar cada vez más droga que les garantizaba su negocio. Ese maldito negocio tan rentable y del que no hemos terminado de entender sus dimensiones.
Y perdemos todos porque todos hemos jugado un juego en el que podíamos resultar perdedores. De la tragedia de Ayotzinapa somos tan responsables como los Abarca-Pineda: desde el momento mismo en que damos una mordida, en que evadimos pagar nuestros impuestos, en que damos nuestro voto a ciegas por candidatos que no hemos investigado a fondo, en que nos parece legítimo incendiar un autobús en nombre de una causa ideológica (la que sea), en que fumamos un porro de mariguana, en que compramos un disco pirata, en que nos colgamos de un diablito, en que mentamos madres porque atacan al rayito de esperanza, en que callamos cuando nuestro partido regala despensas en tiempo de elecciones, en que dejo de pagar el Seguro Social de mis empleados, en que encontramos natural, completamente natural, “arreglarse” con quien resulte necesario…
México, me dueles, porque me duelo. Porque yo, como tú que me estás leyendo ahora mismo, hemos contribuido a cavar las fosas de la muerte, desde esos actos tan aparentemente inocuos como nuestras propias omisiones, nuestras “pequeñas e inofensivas”
corrupciones.
Corrupción: corromperse. Romperse juntos. Y todos nos hemos roto, de una forma u otra, con una incontable cantidad de mexicanos. Y ahí sí, querido lector #AyotzinapaSomosTodos.