La imagen del profesor emérito Adolfo Gilly con una herida sangrante en la cabeza, caminando junto a Cuauhtémoc Cárdenas, hace unos días en el Zócalo de la capital, es algo que no debe quedar como parte, simplemente, del anecdotario.
La agresión, por sí misma, es inaceptable. En este caso con la agravante que se trataba de dos personas que, junto con otras miles, en la Ciudad de México y otras partes del país se manifestaban para exigir la aparición con vida de los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa. El propio Gilly recién había publicado un texto -al alimón con Imanol Ordorika- en La Jornada, donde analizaban el caso como un “Crimen de Estado”. En ese momento estaban confirmados los asesinatos de tres estudiantes y cuatro ciudadanos y la desaparición forzada de 43 estudiantes de la Normal Isidro Burgos.
No quedó claro quiénes y por qué agredieron al ex candidato presidencial y al connotado historiador e intelectual. Hubo quien dijo que se trató de infiltrados, que con esta acción jalaban la atención pública a la escena de la violencia y distraían del significado profundo de esa manifestación. Hubo quien dijo que era una reacción radical de quienes no vieron con buenos ojos la presencia del fundador del PRD, el partido que salió a pedir perdón a la ciudadanía y que en su momento postuló al gobernador del estado y al alcalde de Iguala, sobre los cuales pesan los más graves señalamientos. En cualquier caso, las manifestaciones de la sociedad deben rechazar las expresiones de violencia. La espiral desatada -si se conduce por ahí- puede traer resultados funestos.
Existen todas las razones imaginables para manifestarse, para que las personas expresen su indignación, furia y enojo frente a un poder político e institucional que no ha sido capaz de frenar el grave proceso de deterioro en el que estamos, en parte por impericia e incapacidad, pero sobre todo por la evidente penetración de la delincuencia en no pocas estructuras de gobierno, partidos políticos y demás autoridades.
La enorme capacidad de tolerancia, paciencia e indiferencia que la sociedad mexicana ha mostrado, por años, ante casos inaceptables e indignantes parece haber empezado a tocar sus límites.
Con el caso Ayotzinapa “las instituciones están a prueba”, dice Peña Nieto. Tiene razón, pero no sólo las instituciones y autoridades, como es obvio, sino también la sociedad mexicana que ha visto con horror estos acontecimientos. La barbarie de hoy nos obliga a pensar en la barbarie acumulada de tantos años en una larga secuencia de acontecimientos que han quedado sepultados en el olvido y, desde luego, en la impunidad.
A diferencia de otros países que intentan procesar delitos históricos y agravios contra la población cometidos desde el poder durante dictaduras y regímenes totalitarios, en México cargamos una enorme cantidad de crímenes, delitos y violaciones masivas a derechos humanos que no hemos sabido o querido procesar como país ni como sociedad.
Esta semana fue presentado el informe final de la Comisión de la Verdad (Comverdad), que refleja la investigación de 30 meses que realizaron Enrique González Ruiz, Pilar Noriega, Nicomedes Fuentes, Aquiles González e Hilda Navarrete, sobre la cruenta década que vivió Guerrero entre 1969 y 1979 en la llamada “guerra sucia”. Los investigadores -que contaron primero con recursos autorizados por el Congreso de Guerrero y que después les retiraron- revisaron archivos, desarrollaron peritajes, abrieron fosas y demás actividades para poder llegar a este informe que se presenta en un contexto por demás crítico, en un estado que ha visto pasar una larga historia de abusos, intolerancia e
impunidades.
El informe del pasado que nos muestra hoy este grupo de ciudadanos y defensores de derechos humanos sacude por los testimonios que lograron obtener a pesar de haber transcurrido tanto tiempo; por lo que documentaron acerca de desapariciones forzadas, tortura, asesinatos y “vuelos de la muerte”, con los cuales se pretendió erradicar desde un poder criminal a la oposición, la disidencia o todo aquello que cuestionara un cierto tipo de poder.
Se trata de centenares de muertes y agravios que han quedado sepultados. ¿Cuánto de lo que está debajo de esa alfombra explica situaciones como las de Iguala y Guerrero?
La radicalidad de los chicos de Ayotzinapa -que representan esas herencias- es respondida de la misma manera por quienes obtienen el poder, no por la vía democrática sino por la imposición, el fraude y las simulaciones, con el uso de una fuerza que les fue conferida para proteger a los ciudadanos, no para disparar en su contra.