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La noche del vestido

Superiberia

 

El 15 de septiembre ya no es el Día del Grito. Se ha convertido en el Día de la Esposa del Presidente. Peor: en el Día del Vestido de la Esposa del Presidente. Desde hace ya varios años, la noche del Grito ha terminado, al menos desde que existen las redes sociales, por convertirse en la Noche del Vestido Presidencial. Qué penoso resulta constatar que, más allá de aprobaciones o desaprobaciones públicas del desempeño de lo que es la administración en curso, aquello que colectivamente se convierte en el tema central sea la vestimenta de la erróneamente llamada “primera dama”. Atestiguar de qué manera tal frivolidad adquiere rango de debate político (y para algunos, incluso, de “razón de Estado”), no es sino la confirmación de eso que ya algunos pensadores han identificado como el aterrador ascenso de la idiotez y la banalidad a manera de criterios dominantes en la formación de la opinión pública.

Como si del vestido de Angélica Rivera dependiera el éxito o fracaso de las reformas constitucionales de Peña Nieto. O más elemental aún: como si del vestido de Angélica Rivera pendieran, cual milagritos o lo rasgaran cual alambre de púas, las filias y fobias, informadas o no, sobre el desempeño político de su marido, y de todo el gabinete de su marido. Y antes de Angélica Rivera, del vestido de la esposa de Felipe Calderón. Como si de los rebozos de Margarita Zavala hubiera colgado toda la estrategia de combate al crimen organizado. Y antes de Margarita, del vestido de la esposa de Vicente Fox. Como sí del trajecito sastre de Marta Sahagún se hilvanaran todas las expectativas depositadas en el primer gobierno de alternancia.

Y qué me importa, qué más me da que ni siquiera en los terrenos de la frivolidad existan los consensos: que si se peinaron divino, que qué pelos traía, que si las maquillaron mucho, que si no las maquillaron nada, que si se veían muy gordas, que si se veían muy flacas, que si el vestido era muy caro, de diseñador mexicano o extraterrestre, que si es un insulto que gaste demasiado mientras tantos pasan hambre, que si es un insulto que no gaste en absoluto porque la extrema sencillez es indigna de una primera dama, que si enseñaba demasiado y se veía vulgar, que si no enseñaba nada y parecía una monja. Lo que sea, pero al final, lo terrible es que todos esos insustanciales comentarios anuales sobre el Vestido de la Esposa del Presidente se convierten en el más inconsciente reflejo de lo que muchos otros pensadores han calificado extraordinariamente como el “machismo invisible”. Porque aunque se convierta en tema catalizador de los ánimos públicos sobre el desempeño de su Presidente en turno, deciden todos, hombres y mujeres por igual, drenarlos sobre la figura de su esposa a través de un tema tan irrelevante como el atuendo que decida presentar. Siempre pensé que de las insignificancias se ocupaban las publicaciones insignificantes. Pero cuando la insignificancia se convierte en Trending topic, nuestras esperanzas sobre el agregado social de inteligencia como motor de transformación y crecimiento colectivo no pueden sino desplomarse a la velocidad de un tuit.

Sé que, además de la banalidad, mencioné más arriba la palabra machismo. Y es que ése ahora encuentra su mejor aliado en la aparentemente inofensiva frivolidad para una nueva forma de degradación del género femenino. Si bien antes cualquier mujer (incluso la esposa de un Presidente) no era sino eso: la esposa de su marido; ahora cualquier mujer (incluso las que ya han llegado a presidente) no es, más bien se trata de qué tan bien o qué tan mal se ve con su vestido. Y si no, que le pregunten a Angela Merkel o a Hillary Clinton cuántas veces han intentado reducir su innegable poder e importancia en función de su apariencia…

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