Buena parte de la atención de los mercados y de los observadores de la economía global se centrará esta semana en lo que anuncié el próximo jueves el Banco Central Europeo (BCE) en su reunión de política monetaria.
Lo anterior deriva como siempre de varios factores entre los que destaca la postura asumida por el presidente de ese banco central, Mario Draghi, en la reunión de banqueros centrales en Jackson Hole, recientemente. El discurso del señor Draghi fue interpretado por todos como un acercamiento al uso de herramientas “no convencionales” como la expansión cuantitativa, pero además como un llamado a los gobiernos a adoptar una política fiscal más laxa, a la vez de acelerar el paso en los temas de reforma estructural.
Ciertamente que la postura del banquero central de la eurozona no es del todo novedosa, sobre todo en lo que refiere a la política monetaria, ya que ha reiterado en varias ocasiones que el BCE está dispuesto a usar todo lo disponible para conseguir sus objetivos, pero sí lo fue en cuanto a su opinión respecto del papel que los gobiernos deben jugar en esto de apoyar el crecimiento de la región, lo que ha generado reacciones de los políticos europeos, como era de esperarse.
Además, la amenaza deflacionaria no ha desaparecido; más aún, los datos de la inflación de los últimos 12 meses continúan bajando y llegaron a 0.5% en junio y a 0.4% en julio alejándose de la expectativa que el BCE había establecido para el segundo semestre del año, que suponía una inflación de 0.6% en promedio para el dato de los últimos 12 meses.
La combinación planteada por Draghi (política monetaria más relajada, más política fiscal más laxa y reformas estructurales) habla de varias cosas. La primera es que el BCE no quiere asumir la compostura de la economía europea, sólo. Seguramente porque conoce bien el tamaño del problema y claro, por las limitaciones propias de la política monetaria.
La segunda es quizá tratar de defender su propia credibilidad. Me refiero a que, cualquier decisión que llegue a tomar, más allá de lo ya conocido además de requerir del consenso político, también requiere de una reacción favorable de la sociedad en su conjunto que a estas alturas del partido parece estar disminuida. De ello habla en parte la inflación a la baja y más aún las expectativas sobre el comportamiento de este fenómeno, que van en dirección contraria a lo que el BCE ha dicho, lo que sugiere que se ha perdido capacidad para influir en el accionar de los actores de la economía. Esto último también puede estar causado por la falta de acciones que hayan tenido un impacto económico real.
De tal modo que intentar una acción mayor sin el apoyo y el consenso de otros participantes —principalmente los gobiernos— y obtener resultados limitados, lo que siempre es una posibilidad en un entorno tan complejo, tendría —pienso— una muy mala consecuencia, en término de futuras decisiones, dentro de su ámbito.
Otra cosa que también implica la actitud del presidente del BCE, es que las cosas quizá ya llegaron a ese punto en el que hay que tomar riesgos adicionales. Hasta ahora las cosas que se han hecho, pero más aún las que se han dicho, no han tenido un impacto visible en los temas que quieren modificar (la baja inflación y el bajo crecimiento) y es claro que con discursos las cosas no van a cambiar. Suele decirse que “el movimiento se demuestra andando” y si varios (BCE y gobiernos) empiezan a caminar, es más probable que se note el movimiento que hasta hoy se percibe lento y poco.
En ocasiones digo que me arrepiento más de las cosas que no he hecho, que de las que sí he hecho, aunque algunas no salgan del modo en que las había pensado. Y sí, creo que esta posición hoy vale de alguna manera para el BCE y para los gobiernos de los países de la Unión Europea que quizá están a punto de entrar en un círculo vicioso del que puede ser muy difícil salir: la deflación.
Aunque sea válido decir que la situación europea es diferente a la de Japón, a finales de la década de los 90 del siglo pasado, cuando entró en situación deflacionaria, no hay que perder de vista que a este país le está tomando desde esa época, hasta ahora tratar de salir de esa condición instrumentando un plan de rescate monumental (las Abenomics) que hablan del tamaño del problema. Europa, por el bien de todos, no tendría por qué llegar a eso y menos dentro de un cuarto de siglo.