México está, de algún modo, abandonado a su suerte. Los vacíos personales se han ido acumulando y en el nivel macro, pareciera que se han traducido en grandes vacíos en lo cívico, en lo social, en lo político y en lo económico.
Es difícil pensar en un país generoso, cuando son muy pocos quienes acceden al bienestar y tienen oportunidades de trazar un proyecto de vida y, sobre todo, en un lugar donde millones se consumen cotidianamente en la angustia que implica el decidir cuál de los hijos habrá de comer menos.
Estamos urgidos de más mujeres y hombres con vocación de patria. De ciudadanos capaces de asumir la parte que les corresponde hacer; pero sobre todo, de echarse a cuestas la responsabilidad con los otros; de optar por la práctica solidaria que implica la vocación, es decir, el llamado del servicio público en el sentido más estricto del término.
Por eso duele más allá de las entrañas cuando perdemos a alguien así. Porque más allá del amor y las filias personales, se encuentra también el reconocimiento de las capacidades, a la voluntad y el arrojo de asumir el reto de transformar; de crear conciencia cívica a través de la práctica diaria y disciplinada del pensar y el hacer en aras del bienestar público.
No es fácil, nunca lo ha sido, encontrar almas nobles, en el sentido que los griegos antiguos le daban a esa categoría. Ni siquiera entre los espartanos florecieron más de dos: Aquiles y Leónidas. Por ello a nosotros —los modernos— nos convoca Hölderlin, a tener el arrojo de construir un mundo en el que reine sólo lo espiritual; es decir, la consciencia más profunda de la vocación y la voluntad de llegar a ser lo que se es. Pocos, sin embargo, aspiran y tienen la voluntad de intentarlo.
A diferencia de lo que podría pensarse, una vocación así está muy lejos de ser únicamente una cuestión personal. Hay que generar el contexto, cultural y político, para que en el momento en que se presente ante nosotros un espíritu potente, pueda germinar y florecer en aras de una extraña, pero siempre presente aspiración superhumana: la confianza en que podemos ser mejores.
Las pérdidas de los otros son siempre absolutas; por eso todo lo que pueda decirse más vale sintetizarlo y guardarlo en silencio. Pero lo que no debemos callarnos es la memoria de lo que nos queda patente: una estela de luz proyectada más allá de lo que alcanzamos a ver y que, como lo hacen las supernovas, al estallar no fenecen: se proyectan miles de millones de años hacia un futuro inexistente, pero que en su discurrir crean.
Los que estamos vivos tenemos la responsabilidad, a secas, de continuar viviendo. Pero no podemos hacerlo así nada más; como si nada pasara o nos hubiese pasado. No podemos ignorar la memoria de los nuestros y, en congruencia, no podemos abandonar la tarea de construir no a un país, sino a ciudadanos capaces de heredar uno más digno a quienes vienen y han de venir detrás.