Millones de personas viven y padecen la discriminación, la segregación y la violencia, con base en un absurdo prejuicio arraigado en la mentalidad de muchos, con respecto a que hay personas quienes, por distintas razones, asumen una superioridad biológica o moral respecto de los demás.
Cuando se piensa en este tema, suele aludirse de inmediato a la figura de Hitler y las monstruosidades de la Alemania nazi; sin embargo, no debe perderse de vista que, en sentido estricto, no hay “racismos peores que otros”; quizá los haya más salvajes, perversos, violentos, pero en esencia, toda mentalidad racista resulta odiosa por igual.
Lo ocurrido en días recientes en la localidad de Ferguson, Missouri, revela el hartazgo de una comunidad que ha sido agraviada por siglos, y que no está dispuesta a tolerar más abusos cometidos al amparo de la autoridad policial, los cuales tienen todo el tufo del odio racial y el desprecio a quien es diferente.
El sur de Estados Unidos de América tiene una historia oprobiosa relativa al racismo. Debe recordarse que fue hasta bien entrado el siglo XIX cuando una guerra civil cruenta fue lo que decidió la abolición de la esclavitud, y que hasta la década de los 60 en el siglo XX, pudieron concretarse en aquel país las modificaciones legales que garantizaron, al menos en la ley, la igualdad para todas y todos.
En nuestro país, la memoria del racismo también es ancestral; sólo hasta el año de 1993 reconocimos en nuestra Carta Magna nuestro carácter de nación pluricultural y pluriétnica; y hasta el año 2000 pudo concretarse, con base en intensos esfuerzos, la redacción —aún incompleta para muchos— que hoy tenemos en el artículo 2º constitucional en materia de pueblos y culturas indígenas.
Una mentalidad racista está acompañada regularmente por otras formas de discriminación e intolerancia; el clasismo característico en nuestras sociedades urbanas es sólo un ejemplo que se expresa sobre todo cuando una persona utiliza el término de “indio” para referirse a otra con desprecio por su condición de pobreza, ignorancia, color de piel o simplemente con propósitos de denostación.
La humanidad que nos caracteriza a todas y todos se abandona en cada ocasión que alguien asume superioridad, por su origen o posición, respecto de los demás. Se trata de una de las patologías ancestrales que debemos erradicar, porque las tentaciones autoritarias, con base en este tipo de prejuicios, siempre está ahí.
Frente a las declaraciones de Ann Coulter, una columnista estadunidense que pide bombardear a nuestro país para solucionar el problema de la migración, lo sorprendente no es sólo el tono y contenido de sus disparates, sino que tenga eco y difusión en los medios de comunicación más relevantes del otro lado de la frontera. Le permiten hablar así —quizá la alientan— porque hay miles de personas que quieren escuchar este tipo de discurso racista, de odio y xenofobia.
Ante ello no basta con decir sólo que se trata de personas ignorantes; este tipo de manifestaciones hay que tomarlas muy en serio porque lo que se encuentra en juego es nada menos que la dignidad humana.
A nadie debe serle tolerado hablar o actuar desde el racismo, porque si permitimos que se siembre el odio, corremos el riesgo de que los autoritarios hagan lo que siempre han buscado hacer: sobajar, humillar y someter a los otros.
*Investigador del PUED-UNAM
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