Al igual que Salinas, Zedillo y Calderón, el presidente en funciones ha tomado una medida de gran impacto apenas iniciado su gobierno con el fin de afianzar su poder e imagen. Además de haber marcado sus respectivos sexenios, las medidas de los tres ex mandatarios revelaron con claridad su manera personal de concebir y ejercer el poder presidencial. Bajo esa óptica observaremos las consecuencias e implicaciones de la primera gran decisión política de Enrique Peña Nieto.
A los 10 días de asumir el poder, y en el marco del Pacto por México, el nuevo gobierno dio un paso significativo hacia la recuperación de la rectoría del Estado en la definición de la política educativa del país. No obstante, aún son muchas y complejas las asignaturas pendientes. Neutralizar el poder de Elba Esther Gordillo era no sólo un clamor nacional, sino elemento esencial para superar los profundos rezagos en materia de educación. En ese diagnóstico coinciden los más autorizados análisis de instituciones y especialistas, nacionales y extranjeros: El sindicato de maestros y su liderazgo constituyen una de las causas fundamentales –no la única– del desastre educativo que vive el país.
Durante décadas, la educación en México ha estado sometida al corporativismo impuesto por el PRI con fines de control político. Desde el conflicto magisterial de 1958, los gobernantes del país han estado más preocupados por evitar huelgas o enfrentamientos que por capacitar a los maestros para brindar una educación de calidad. Una función prioritaria del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, creado en 1944 con la intención de unificar a las organizaciones magisteriales, ha sido controlar la fuerza laboral del magisterio mediante severas tácticas de mando sobre los diversos niveles directivos a nivel federal, estatal y municipal, lo cual ha fomentado una secuela de liderazgos caciquiles y corruptos –Robles Martínez, Jonguitud, Gordillo, et al– fomentados o solapados durante más de medio siglo por los gobiernos del PRI y el PAN, en detrimento de la educación de varias generaciones de mexicanos.
El SNTE fue ganando espacios hasta convertirse en un poderoso grupo de presión capaz de obstaculizar reformas, imponer y quitar secretarios o subsecretarios y, lo más grave, de ser el factor decisivo en la definición de la política educativa del país. “Al que anda por Europa, le pedimos que nos presente su propuesta para hacerla nuestra, la analizaremos con respeto” –exigió la maestra Gordillo en su vehemente discurso de noviembre pasado, mientras el presidente electo viajaba y el Congreso discutía la reforma laboral.
El acotamiento formal de Gordillo y su sindicato, así como la reforma presentada por el gobierno, representan avances relevantes, aunque insuficientes, para resolver el enorme atraso educativo del país. A pesar de que el SNTE aceptó la reforma a través de su secretario general, aún está pendiente la reacción real, no sólo declarativa, de la profesora. Veo dos opciones: que Gordillo negocie una suerte de retiro voluntario, o que decida utilizar el dominio sobre sus huestes para obstaculizar la reforma e incluso para causar inestabilidad laboral dentro del gremio. La ley de hierro de la oligarquía (Michels) exige un liderazgo fuerte para controlar a cerca de 2 millones de maestros. Hasta ahora, la maestra mantiene el mando. ¿Permanecerá una fierecilla domada al frente del sindicato o se impondrá otro liderazgo, a la usanza salinista?
Dotar de autonomía constitucional al Instituto Nacional de Evaluación de la Educación es un paso necesario para lograr que los maestros sean evaluados y promovidos con rigor, de acuerdo con sus méritos, no mediante corruptelas. Sin embargo, poco dice la iniciativa acerca de la capacitación y profesionalización de los docentes. Crear el Sistema de Operación y Gestión Educativa para que el INEGI nos indique con precisión cuántas escuelas, profesores y estudiantes existen en el país, sin duda es indispensable, pero resulta escandaloso que nuestros ilustres gobernantes hayan ignorado esa información durante tanto tiempo. Está bien prohibir los alimentos chatarra o prometer la creación de 40 mil escuelas de tiempo completo. En cambio, plantear una autonomía de gestión de las escuelas “bajo el liderazgo de cada director” resulta ambiguo y difícil de implementar.
La realidad educativa del país es tan desoladora como inequitativa. Existen 6 millones de analfabetos que, sumados a los analfabetos funcionales, rebasan los 30 millones. La deserción escolar es alarmante: Sólo la mitad de los niños que ingresan a primaria terminan la educación media superior; de éstos, 21% llegan a la universidad y si acaso 10% se titulan. De acuerdo con datos de la OCDE (Education at Glance, 2012), México es el país con el mayor gasto público en educación en relación con el PIB (20.3%), después de Nueva Zelanda (21.2%). Sin embargo, en las pruebas PISA (2009) de comprensión de lectura, matemáticas y ciencia, los alumnos mexicanos obtuvieron los resultados más bajos de la OCDE.
La iniciativa del Ejecutivo tiene graves omisiones y está lejos de ser siquiera el esbozo de una política de Estado en materia educativa, como lo establece la Constitución y lo exigen los tiempos actuales. No hay diagnóstico claro ni visión pedagógica. Nada se propone para remediar el inmenso rezago de la infraestructura escolar; tampoco para aplicar las nuevas tecnologías en beneficio de la docencia y el aprendizaje. Ni sombra del legado de Sierra, Vasconcelos o Torres Bodet. Menos aún, de un proyecto modernizador con visión de largo plazo, para desarrollar la inteligencia y creatividad de los alumnos, vinculadas al ciberespacio y orientadas al mundo globalizado. Se trata de un enfoque político necesario pero carente de profundidad analítica para sustentar políticas públicas que logren sacar al país del doloroso atraso educativo ocasionado, principalmente, por dos burocracias ineptas y voraces: el Frankenstein sindical y el “elefante reumático” de la SEP. Urge un cambio de fondo.