Enrique Peña Nieto ya sepultó al Pacto por México, aun cuando está pendiente la reforma en contra de la corrupción, ofrecida desde su campaña. Ahora arranca la contienda electoral intermedia con un nuevo marco jurídico abigarrado y desafiando al sentido común. Diez partidos, en mucho con prácticas habituales de mercenarios y mercaderes (venden y se venden), se aprestan a encontrar candidatos competitivos. El espectáculo de oportunismo y de posiciones convenencieras, me temo, será la culminación de una grave descomposición ética y política.
México no se ha caracterizado por principios claros y que resistan un ejercicio de congruencia. Tuve oportunidad de preguntar a un gran conocedor de nuestro país, David Brading, qué principios encontraba en nuestra historia con esas características. Me respondió categórico: el anhelo de preservarse como México y darle prioridad a las apariencias por encima del contenido. No se refirió a una política social eficaz, al federalismo, al Estado de derecho, al respeto a la propiedad, a la división de poderes, a los derechos humanos, a la democracia, por algo muy evidente: en estos rubros acusamos rezagos notables. Por eso, vale la pena reflexionar en cuáles principios, hoy, podrían converger los partidos para darle a la lucha política un cierto nivel de civilidad y transmitir un mínimo de confianza a la ciudadanía.
De mayor relevancia es darle calidad a nuestro Poder Legislativo, tanto federal como estatal, dado el pobre desempeño de las últimas legislaturas, aun cuando se presuma de las trascendentales reformas estructurales aprobadas. Estas no son más que la culminación de muchos años de intenciones frustradas. Revisando la historia del Congreso de la Unión, hay cinco reformas que atrofiaron su desempeño:
1) La restauración del Senado de la República en 1874. Daniel Cosío Villegas, estudioso de esa etapa, escribió que el periodo 1857-74, con una sola cámara, fue de gran desempeño y de más calidad en el debate político.
2) La prohibición de la reelección en 1933 que, como bien se ha escrito, no era para fortalecer el maximato de Plutarco Elías Calles, ya de por sí centralista y poderoso, sino para ofrecer posiciones a los sectores del recién creado Partido Nacional Revolucionario.
3) Incrementar el número de diputados (a 400) con la reforma de 1977.
4) El nuevo incremento de diputados (a 500) en la reforma de 1987.
5) Fijar cuotas de género en la integración del Congreso, lo cual obligará a los partidos, para cubrir este requisito, a hacer declinar a quienes sean electos en asambleas. No soy misógino, simpatizo con las acciones afirmativas, subsidiarias y perentorias, pero esta medida —el tiempo lo dirá— va en detrimento de la calidad parlamentaria.
Los partidos políticos, al introducirse la representación proporcional, hicieron un esfuerzo para postular a sus mejores cuadros, con perfil parlamentario. Hoy la selección obedece a compromisos partidistas.
Nuestra democracia, desafortunadamente, deja mucho qué desear, mucho tiene de cleptocracia, término de reciente acuñación debido a la terrible corrupción que ha penetrado a los partidos políticos, y también de plutocracia: deciden los factores reales de poder y el dinero.
A pesar de las reformas recientes, me temo que no disminuirá el poder de los caciques estatales investidos como gobernadores, siempre preocupados de tener congresos locales y alcaldes sumisos.
Desgraciadamente, no existen recetas ni remedios para modificar la cultura política, tan sólo me aventuro a formular una esperanza: que las dirigencias de los partidos puedan concebir un gran acuerdo para sustituir al Pacto por México. No hacen falta tantos puntos ambiciosos, basta con un compromiso elemental: respetar la ley y hacer un ejercicio ético-político para que quienes lleguen a los cargos públicos sean responsables y tengan una auténtica vocación de servicio.