Seguimos teniendo un país dividido y confrontado. Los saldos de una oprobiosa desigualdad que se ha mantenido y profundizado, sobre todo a partir de la década de los 80 del siglo pasado, nos ubican hoy como un país en el que las identidades están cada vez más desgastadas, mientras que un malestar generalizado se percibe en prácticamente todos los espacios de la vida social.
En este contexto, si hay una percepción uniforme en el país, ésta es la relativa a que en todos los órdenes y niveles del gobierno hay una persistente corrupción que constituye un lastre para el desarrollo. Se trata de una sangría que no sólo nos cuesta miles y miles de millones de pesos, sino que además está minando el desarrollo institucional.
Al respecto es pertinente destacar que en los últimos diez años se han generado nuevos ordenamientos jurídicos que han abonado en materia de transparencia y rendición de cuentas, y derivado de ello, han surgido y se han fortalecido instituciones para potenciar las capacidades del Estado para el control del gobierno y promover el ejercicio honesto del gobierno.
A pesar de esta realidad, la corrupción sigue ahí. Los escándalos se suceden uno a otro: videos, grabaciones de voz y filtraciones de todo tipo de documentos, relativos a funcionarias y funcionarios en todo el territorio nacional, en los que se hace evidente lo que todas y todos sabemos: los moches, las mordidas, y en general el desvío de recursos para todos los fines y propósitos, siguen siendo la realidad cotidiana en todo el país.
En el análisis de este tema, casi siempre se pone el énfasis en las pérdidas económicas que la corrupción provoca al erario; sin embargo, debemos ser capaces de señalar y comprender que el Estado mexicano estará imposibilitado para dar pleno cumplimiento al mandato constitucional y de sus leyes, de continuar campeando la cultura de la “transa” que hoy predomina como “cultura política”.
Debemos recuperar, con urgencia, el ejercicio profesional de la política, entendido como un espacio de pedagogía cívica. La cuestión es simple: un Estado de bienestar y para la equidad no puede germinar en un país en el que las instituciones públicas están secuestradas por grupos de interés que las manipulan y utilizan para beneficiar a unos cuantos, en detrimento de la mayoría.
Es evidente que cada vez es más apremiante concretar la reforma en materia de combate a la corrupción. Luego de las reformas que se han aprobado es crucial para el gobierno federal garantizar toda la transparencia posible y evitar que las reformas, cuestionadas por amplios sectores, se vean mermadas en su legitimidad, sobre todo ante un escenario de las nuevas y “apetitosas” licitaciones que vendrán, como han sido ya calificadas por algunos funcionarios.
Erradicar la corrupción podría, según algunos expertos, permitirnos crecer adicionalmente un punto porcentual del PIB cada año. Eso sin duda es importante, pero, sobre todo, avanzar en ese sentido nos permitiría recobrar la confianza en las instituciones; abriría nuevas rutas para el entendimiento y la reconciliación en muchos espacios, y más aún, nos situaría como un país en el que la honestidad es asumida como un valor culturalmente extendido, y en el que el repudio social a la corrupción la convierta en una práctica rechazada y condenada severamente por la mayoría.