Los criminales son como cualquier otra persona: tienen amigos, familia, aspiraciones. También visitan restaurantes, bares, hoteles, etcétera. De la misma forma, conducen sus vehículos por nuestras calles, inscriben a sus hijos en las escuelas, utilizan los hospitales, los parques. No obstante, al menos en principio, hay una diferencia crucial entre los delincuentes y las personas de bien: la delincuencia no es legítima y, por lo tanto, quienes delinquen se preocupan por esconder o maquillar sus actividades; no desean evidenciar que se dedican a actividades ilegales.
Subrayo la frase “en principio” porque en México las cosas han cambiado dramáticamente con relación a lo normal o esperado: los narcotraficantes, secuestradores, asaltantes y demás transgresores de la ley no parecen estar en lo más mínimo inquietos respecto a que se sepa a qué se dedican. Así, suben fotos a Facebook, y publican tuits, exhibiendo sus malhabidas riquezas. De igual manera, conversan abiertamente con políticos y/o empresarios supuestamente honestos (ahí está la reveladora plática entre La Tuta y Rodrigo Vallejo), se pasean en autos de lujo sin pudor alguno y compran y portan ropa, relojes y zapatos de precios exorbitantes.
Los delincuentes hacen todo lo anterior porque se han convertido en parte de nuestra cotidianidad, de nuestras vidas, de nuestra forma de entender el mundo. Vamos, incluso en algunos casos han alcanzado el estatus de iconos culturales. Por ello, se escriben corridos y novelas sobre ellos, y no faltan los jóvenes que desean imitarlos.
Dado lo anterior, a nadie le sorprende, por ejemplo, que un muchacho se quite la vida, accidentalmente, al ponerse una pistola en la frente para tomarse una selfie. Tampoco nadie levanta los ojos cuando, en las calles de una de las colonias más emblemáticas del Distrito Federal, a plena luz del día, un funcionario del gobierno de la ciudad es brutalmente asesinado. Y no hay quien se diga sorprendido porque, también en el DF e igualmente durante el día, una pareja que compraba lentes para sol en San Jerónimo fue asaltada a punta de pistola.
No, ya nada de eso provoca inquietud, alarma. La podredumbre en la que en términos de seguridad pública está sumido el país es tal que ya ni siquiera la notamos. Tenemos tanto tiempo en el fango que ya no nos molesta el olor, ya no nos causa asco la suciedad y nos parece ordinario el estar cubiertos de, y vivir entre, porquería.
Este es un asunto que tiene que ver con el problema central del país: la ausencia de un Estado de verdad. Sin embargo, trasciende a dicho problema. De hecho, se trata de un cáncer que nos involucra a todos y no sólo a las policías y a las autoridades en lo general. Este México de hoy es, pues, el que hemos construido; este es nuestro país, nos guste o no, queramos admitirlo o no.
Todavía estamos a tiempo de salir del hoyo en el que estamos, de cambiar las cosas para bien. Sin embargo, hay que comenzar por asimilar que, enfatizo, estamos en medio de la podredumbre. También es indispensable exigir al gobierno que cumpla con sus responsabilidades y, especialmente, aprender a convivir en sociedad y respetarnos mutuamente: hay que comprender que todos somos individuos, que todos merecemos un trato digno y libre de violencia de cualquier tipo. Tal vez así, poco a poco, logremos vislumbrar que vivir entre inseguridad y zozobra no está bien, es inadecuado y autodestructivo.
Hay, pues, tiempo. ¿Hay también voluntad?
Twitter: @aromanzozaya