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El linchamiento de Mamá Rosa

Superiberia

 

Humillada, escarnecida, exhibida ante el mundo como un abominable monstruo del mal, una cruel torturadora de niños, detenida mediante un despliegue policiaco apto para someter a una banda de delincuentes peligrosísimos provistos de armamento de alto poder, hospitalizada como consecuencia del brutal impacto anímico que le produjeron las acciones en su contra, vigilada por agentes policiacos en su cama hospitalaria con la prohibición de ser visitada siquiera por el propio director del hospital, finalmente Rosa Verduzco, Mamá Rosa, quedó libre porque no hay pruebas de que haya realizado una conducta delictuosa, no por ser inimputable, como señala autoexculpatoriamente la Procuraduría General de la República.

Sin duda, el albergue de La Gran Familia se encontró en condiciones deplorables en cuanto a mantenimiento, aseo e higiene. Su capacidad se había rebasado hace mucho. ¿Cómo es que los gobiernos estatal y municipal y el DIF no intervinieron jamás para mejorar la situación, si incluso los gobernadores hacían visitas a la casa escuela cuya existencia era conocida por todo el mundo? No olvidemos que es del Estado la responsabilidad de brindar asistencia a los niños huérfanos, abandonados o rechazados.

Probablemente allí se cometieron maltratos como por desgracia suele ocurrir en las instituciones cerradas. Es también probable que algunos niños hayan sufrido abuso sexual, uno de los crímenes que ameritaría la reclusión eterna en el infierno de Dante. Los culpables deben ser castigados severamente. Pero hay una distancia abismal entre aceptar que en el lugar tal vez se perpetraron delitos y asumir que, en un centro que atendía a 500 niños y 100 adultos, dichos delitos son imputables a una mujer de 80 años, quien obviamente no podía enterarse de todo lo que allí pasaba. Ni el director de una prisión ni el jefe de una policía ni el director de un albergue o una escuela pueden ser considerados penalmente responsables de lo que haga cualquiera de sus subordinados si no lo ordenaron o consintieron. Si así fuera, ninguno se salvaría de ir a prisión. No es razonable culpabilizar de cuanto ocurría en ese sitio a una octogenaria. Si el espectacular operativo tuvo como sustento una investigación de casi un año en la que participaron agentes encubiertos, ¿no debieron deslindarse cuidadosamente las responsabilidades antes de proceder a las detenciones?

En su gran mayoría, los medios de comunicación se sumaron al linchamiento —la noticia era muy vendible— sin una previa investigación periodística o el más leve cuestionamiento a la versión oficial. Quizá lo que ha librado a Mamá Rosa de la acción penal fue la defensa que de ella hicieron intelectuales de prestigio, que se opusieron al frenesí persecutorio que prescinde de pruebas y razonamientos. Alivia saber que todavía las autoridades son capaces de escuchar voces lúcidas. El procurador General de la República ha rectificado en una actitud que lo honra. No lo han hecho otros procuradores en casos en que fue inequívocamente demostrada la falsedad de las acusaciones. El episodio muestra una vez más que se pueden construir culpabilidades, condenas anticipadas, con la sola exhibición ante la prensa. La persecución del delito es la manifestación más extrema, y potencialmente más dañina, del poder estatal. Debe ejercerse con firmeza pero con tiento, escrupulosamente, pues el abuso de autoridad en esa función causa injustamente terribles perjuicios, a veces indelebles, a los agraviados.

 

*Coordinador del Programa Universitario de Derechos Humanos de la UNAM

 

 lbarreda@unam.mx

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