Se comienza a hablar de los renovados vientos presidencialistas y, en efecto, hay algunas señales que recuerdan el pasado. Están los experimentos centralistas en educación y en lo electoral. Está el nombramiento y las funciones casi plenipotenciarias que se le dieron a Alfredo Castillo en Michoacán. En este estado se instauró un gabinete alterno que obedece y reporta al enviado presidencial. Está también la sustitución de los mandos de seguridad en el Estado de México y en Tamaulipas. Está el desaseo en las formas de Fausto Vallejo al presentar su renuncia primero ante el Presidente y después ante el Congreso local. Pero los que se interpretan como vientos presidencialistas, ¿pueden prosperar?
Con la transición democrática, México pasó de ser un sistema hiperpresidencialista a un sistema presidencial. Pronto se cayó en la cuenta de que el poderosísimo presidencialismo mexicano no estaba basado en las facultades que la Constitución otorgaba al Poder Ejecutivo sino en los famosos poderes metaconstitucionales que no eran sino producto de que en la práctica no había ni Congreso ni Suprema Corte ni estados y municipios que actuaran con independencia y autonomía del presidente en turno. La falta de contrapesos y los enormes poderes partidarios del Presidente sobre su partido lo hacían, en efecto, extremadamente poderoso.
El primero en constatar que el Poder Ejecutivo tenía serios límites fue Zedillo, quien padeció el primer gobierno sin mayoría. No obstante, todavía le quedaban instrumentos. Es verdad que los órganos autónomos creados hasta entonces ya habían quitado al Presidente esferas de acción importante (Banco de México e IFE) o le habían impuesto límites a la discrecionalidad con la que podía actuar (CNDH), pero su margen de acción en la esfera administrativa todavía era grande. A pesar de que se habla de que sus poderes partidarios habían disminuido lo cierto es que Zedillo nombró a seis líderes del partido y a los coordinadores parlamentarios de su bancada en las dos legislaturas que tocaron durante su presidencia. Su poder en relación con los gobernadores se percibió mermado ante la imposibilidad de impedir que Roberto Madrazo asumiera la gubernatura de Tabasco, pero no volvió a haber incidentes de esa naturaleza y el PRI siguió controlando, en el peor momento, 17 gubernaturas.
El gobierno de Fox vio todavía más limitados sus poderes. Durante toda su gestión convivió con un Senado en el que su partido alcanzó apenas la segunda minoría y durante la última parte del mandato cayó a segundo lugar en la Cámara de Diputados. En términos locales, en su mejor momento pertenecieron al PAN sólo siete gobiernos estatales. Además, la pluralidad en el Congreso introdujo más controles a través de la creación de instituciones como el IFAI y la Ley del Servicio Civil de Carrera. Además, nunca tuvo control sobre su partido que más de una vez se opuso a sus iniciativas y no hizo caso a sus preferencias respecto a la dirigencia o las coordinaciones parlamentarias.
El gobierno de Calderón corrió con suerte similar a la de Fox, aunque tuvo dos ventajas: su mayor ascendencia sobre el partido y el haber logrado la primera minoría en el Senado. Ésta le permitió ejercer un veto respecto a las iniciativas de ley que la oposición quisiera aprobar. La tendencia a limitar el poder presidencial desde el arreglo constitucional siguió avanzando.
Peña está mejor posicionado desde el punto de vista de la distribución del poder. Aunque no logró la mayoría en ninguna de las dos cámaras es primera minoría en ambas, cuenta con un aliado incondicional (PVEM), el apoyo regular de otro (Panal) y controla 19 gubernaturas. Pero más importante, tiene el control absoluto sobre su partido que cedió o perdió la libertad ganada en los 12 años que estuvo huérfano del padre presidencial.
El principal problema de Peña son las concesiones que los partidos de oposición y sus fracciones parlamentarias le arrancaron para celebrar el Pacto por México. Salieron de su esfera de acción la evaluación de la política social, los asuntos de competencia y telecomunicaciones; se limitaron sus capacidades de nombramiento y remoción; se redujeron sus poderes para reservar información, y para 2018 habrá perdido el monopolio en el ejercicio de la acción penal y el control sobre la procuración de justicia.
No está claro que restar facultades al Presidente sea positivo o sinónimo de mayor democracia, pero Peña y sus sucesores tendrán que lidiar con cada vez mayores límites institucionales además de con una sociedad cada vez más vigilante de sus acciones.
Es de esperar, además, que a lo largo del sexenio se haga realidad una nueva institucionalidad en materia de corrupción que lleve a la disminución de la discrecionalidad en todas esas conductas propias de muchos funcionarios y que están tipificadas como tráfico de influencias, cohecho, abuso de funciones, etcétera.
Así que no, aun cuando algunos sientan el soplo de vientos presidencialistas, ése no es ni podrá ser ya el nuevo prototipo.