Con todos los avances que ha habido, en México no es infrecuente que la Constitución vaya en un sentido y la realidad en otro. Se habla de justicia expedita, pero 97% de los delitos quedan impunes. Se proscribe portar armas de uso exclusivo del Ejército, pero autodefensas las exhiben. Se prohíben los monopolios y la economía está llena de ellos. Se establece el derecho al empleo, pero 11% de los mexicanos en edad de trabajar están desocupados o subempleados y 60% de los trabajadores se encuentran en el sector informal; se instituye el derecho a la alimentación y cerca de 20% de la población se encuentra en situación de pobreza alimentaria; se presume la equidad de género, pero sólo 15% de las secretarías de Estado y 7.7% de las presidencias municipales están ocupadas por mujeres. Así podríamos seguir.
Lo mismo ocurre con el federalismo. Repetimos que México es un país federalista porque la Constitución dice que lo somos, pero lo cierto es que durante décadas —particularmente las de la hegemonía priista— México fue absolutamente centralista. La Federación fue respecto a los estados a la vez condescendiente y autoritaria; paternalista y arbitraria. Como un padre que maleduca a los hijos, ni les enseñó a ganarse la vida ni les pidió que rindieran cuentas del dinero entregado y gastado. Más bien los hizo perezosos. Eso sí, siempre tuvo a su disposición el instrumento del castigo para los titulares de los ejecutivos que no mantuvieran en orden sus estados o que no siguieran al pie de la letra las instrucciones del centro. Zanahorias en abundancia y garrote vil cuando quiera que fuese necesario.
Con los cambios democratizadores y modernizadores, en la década de los 90 se experimentó con algunos ejercicios descentralizadores. Sobre todo en materia de educación y salud. A la educación y a la salud le siguieron los avances “federalizadores” en el campo de las elecciones, de los derechos humanos y de la transparencia. Algo se avanzó, pero el control siguió en el centro.
La alternancia en el poder presidencial trajo la esperanza de revertir el centralismo. Particularmente porque el partido que llegó al poder en 2000 cultivó siempre la bandera del federalismo. No ocurrió así. La situación, si cabe, empeoró: más dinero, menos responsabilidades y ningún garrote. Fox pensó que en ausencia de un Congreso sin mayoría su apoyo político podría provenir de los gobernadores que habían quedado huérfanos del padre generoso, pero opresor.
El retorno del PRI a Los Pinos ha traído de regreso los vientos centralistas. No ha sido, hay que decirlo, responsabilidad única de este partido. El PAN y el PRD han avalado, cuando no impulsado, el centralismo.
Ejemplos hay muchos y pertenecen no sólo al ámbito formal sino también al informal. En materia de nombramientos se quita a las legislaturas la facultad legal de nombrar a los consejeros electorales locales y a los titulares de los tribunales electorales. Fuera del terreno legal, el Ejecutivo federal ha ejercido su facultad “metaconstitucional” para nombrar a todo un gabinete virtual en Michoacán y para sustituir en esa entidad federativa y en otros estados como Tamaulipas y el Estado de México a los encargados de la seguridad y de la procuración de justicia y poner en su lugar a los elegidos por el Ejecutivo federal. En el campo administrativo, por ejemplo, se sustrajo de su esfera de autoridad la compra de las medicinas para los sistemas de salud pública y la nómina magisterial ha pasado del control de los gobernadores a la Secretaría de Educación Pública. También se les ha restado, a través de la emisión de leyes generales, la libertad para decidir numerosos aspectos de las legislaciones electorales, de transparencia y de seguridad y justicia.
Pero además de la distancia entre la letra de la Constitución y la práctica política, en México se reconoce una suerte de paradoja. A la par del debilitamiento del federalismo, los gobernadores han mostrado una gran resistencia a que sus privilegios y cotos de poder más importantes se vean afectados. Lo han hecho con éxito. A querer o no, lograron que los institutos electorales permanecieran e incluso recibieran mayores recursos: su costo supera los seis mil millones de pesos. Han frenado o al menos deformado, cuando así ha convenido a sus intereses, la Reforma Educativa. Han mantenido en sus arcas el importe retenido por concepto de impuestos a los trabajadores de sus sectores públicos en lugar de haberlos enterado a la Tesorería de la Federación. Pero sobre todo han mantenido a raya toda práctica o legislación que afecte el uso y abuso de recursos públicos. La Auditoría Superior de la Federación constata que más de 90% de los expedientes abiertos a funcionarios estatales por el uso ilegal de los fondos federales quedan en la impunidad. Para terminar, han conseguido frenar la Ley de Responsabilidad Hacendaria y Deuda Pública para las Entidades Federativas.
Pero, claro, no es lo mismo el debilitamiento del federalismo que el de los gobernadores.
*Investigador del CIDE
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