“Me da 75 condones -le pidió aquel tipo al farmacéutico-. Los usaré este fin de semana: 25 el viernes, 25 el sábado y 25 el domingo”. Tratando de disimular su asombro le sugirió el de la farmacia: “¿Por qué no se lleva de una vez el paquete de 100? Le saldrán más baratos”. “¡Óigame! -se molestó el sujeto-. ¿Acaso me toma usted por un maniático sexual?”. En aquella época -los mediados del pasado siglo- no había trailers. Las mercancías se transportaban en grandes camiones, pesados y ruidosos, llamados “torton”, por la marca, Thornton. Muchas veces viajé en ellos de aventón por toda la República en tiempos de mi otra juventud. Los camioneros eran amables y sapientes. Sin excepción todos me decían: “No ande en la aventura, joven. Míreme a mí, que debo trabajar en esto por no haber estudiado”. Al igual que los marinos, de quienes se dice que en cada puerto tienen un amor, ellos en cada etapa de su viaje tenían una señora, por lo regular mesera de alguna de las pequeñas fondas camineras, mujeres generalmente entradas en años y en carnes. Al parecer les gustaban expertas y con mucho qué agarrar. A ellas les pedían siempre al despedirse: “Me das mi medicina”. Eran pastillas que, tomadas con un café o una Coca-Cola, los ayudaban a manejar por muchas horas. Caso muy diferente el de aquel buen señor que me invitó a subir a su automóvil al pasar por Banderilla, Veracruz. Me dijo que con gusto me llevaría hasta la Ciudad de México, destino final de ambos, pero me hacía dos aclaraciones. La primera: por su edad -tenía 80 años- manejaba muy despacio. La segunda: se detendría en un restaurancito que estaba unos kilómetros más adelante. “Ahí deberá usté esperarme una hora, porque me está esperando una meserita. Con ella me voy a su cuarto. Desde luego ya no puedo hacerle nada, pero mire: se desviste de la cintura para arriba; me acuesto yo en la cama con la cabeza apoyada en las almohadas. Ella se me monta. Y ahí estoy yo, como un becerrito. ¡Viera que a gusto me la paso! Le doy su dinerito, claro, y luego continúo el viaje ya muy reconfortado, feliz y contento con la vida”. ¡Afortunado señor! ¡Qué bonito es acabar como se comenzó! Razón tuvo el poeta de Jerez cuando pidió que al final de su vida no le faltara “la tónica tibieza mujeril”. Los hombres necesitamos esa dulce calidez desde que venimos al mundo hasta que salimos de él. Pero vuelvo a los camioneros. Aquellas experiencias juveniles me enseñaron que su trabajo es muy pesado. Por ello deben recurrir a fármacos para alejar el sueño y la fatiga y poder así manejar largas jornadas, a veces hasta de 24 horas. Esto quiere decir que no pocos traileros van prácticamente drogados. Si no tienen control sobre sí mismos menos aún lo tienen sobre sus vehículos, lo cual, añadido a las malas condiciones mecánicas de muchas de las unidades, explica accidentes como el que acabó con la vida de medio centenar de infortunados migrantes. Es necesario regular las condiciones de trabajo de los choferes, de modo que no deban realizar esfuerzos extraordinarios para cumplir las exigencias de sus jefes. Conductores en buenas condiciones físicas y vehículos en buen estado ayudarán a evitar las tragedias que con frecuencia suceden en las carreteras de México. Pepito le pidió a su vecina, la pequeña Rosilita: “Sácame de una duda. ¿Quién es el sexo opuesto? ¿Tú o yo?”. Dos amigas se encontraron. Una le dijo a la otra “Voy a la mueblería a comprar una cama matrimonial”. Preguntó la otra: “¿Para dormir más a gusto?”. “No -contestó la primera-. Lo que pasa es que estoy ampliando el negocio”. FIN.