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on Algón, viejo rabo verde, invitó a cenar en restorán de lujo a la hermosa Susiflor. “Estoy sorprendida, don Al -le dijo ella-. En su silla se ve usted bastante más alto que como se ve de pie”. Respondió con sonrisa insinuativa el salaz ejecutivo: “Es que estoy sentado sobre mi cartera, linda”. Doña Eglogia le contó a doña Holofernes, su vecina de granja: “El caballo garañón había dejado de cubrir a las yeguas, pero mi esposo lo sometió a una dieta a base de harina de maíz, alfalfa, hojuelas de cebada, avena y trigo, todo mezclado con leche, aceite de oliva y miel virgen de abejas meliponas, y ahora no hallamos cómo quitarle el impulso sexual”. Pasaron unas semanas, y don Pacífico, el esposo de doña Eglogia, se topó con don Poseidón, el marido de doña Holofernes. “Compadre -le dijo dándole unas palmaditas en la barriga-. Lo veo a usted mucho más gordo que la última vez que nos encontramos”. “Me lo explico -replicó don Poseidón-. Desde hace tiempo, no sé por qué, mi señora me tiene sometido a una dieta a base de harina de maíz, alfalfa, hojuelas de cebada, harina y trigo, todo mezclado con leche, aceite de oliva y miel virgen de abejas meliponas”. “El dinero es lo que importa. La salud como quiera va y viene”. Esas palabras, carentes por completo de sindéresis, o sea de buen juicio, de razón, suele decirlas un cierto amigo mío cínico hasta el extremo de la desfachatez. La verdad es que sólo quien ha perdido la salud la aprecia en lo que vale. El dinero no es la vida. (“No -reconoce el dicho amigo mío-. Es tan solo la comida”). Hay muchas cosas que valen más que el dinero, ninguna de las cuales se puede comprar con él. (Otro amigo mío acostumbraba declarar en el momento de pagar las copas: “Ando inargento e impecune. Voy a gravitar sobre tu presupuesto”. Eso, perteneciente al más puro barroquismo, podía traducirse así: “No traigo lana. Te voy a gorrear el pisto”). Obvio es decir que en los pasados regímenes la corrupción era rampante. De ellos salían aquellas “comaladas sexenales de millonarios” a las que llegamos a acostumbrarnos en tal modo que tildábamos de pendejo al que no se enriquecía tras ocupar un puesto público. En el régimen actual López Obrador da muestras de no robar dinero, pero se está robando algo que importa mucho más: las instituciones. La última que se ha embolsado es el Ejército, que tras el malaventurado discurso del secretario de la Defensa dejó de ser el pueblo uniformado para convertirse en la 4T uniformada, en el brazo armado no ya de la Nación, sino de AMLO. Robos como ése son más de lamentarse, y deben preocuparnos infinitamente más que los hurtos de los dineros públicos que se hacían en los sexenios anteriores. Es increíble cómo un solo hombre pudo desvirtuar a una corporación que había fincado su bien ganado prestigio en la lealtad, el honor y el respeto a las leyes y las instituciones en que se basa la existencia misma de la República. Malos, muy malos eran los latrocinios de antes. Peores, mucho peores, son los robos de ahora. El mayordomo James pidió hablar con su patrón, lord Feebledick, en el momento en que éste fumaba su pipa de boj, bebía su whisky y leía el London Times en el salón de trofeos de cacería. Le dijo: “Milord: con mucha pena vengo a presentarle mi renuncia. Me voy de esta casa”. Preguntó el flemático señor: “¿Peco acaso de indiscreto, Highfalutin -tal era el apellido del mayordomo-, si le pregunto la causa de su deseo de renunciar?”. Explicó James: “Es que no me entiendo con su esposa”. Le pidió lord Feebledick: “Ruégole que se quede, Highfalutin. Precisamente porque se entendían con ella despedí a los 14 mayordomos anteriores”. FIN.