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De política y cosas peores

Superiberia

¡

Haiga cosas! Así dice la gente en el Potrero de Ábrego: “¡Haiga cosas!”, para manifestar asombro, admiración. 

“La hija soltera de don Chon salió embarazada”. “¡Haiga cosas!”. 

“Y el hijo de doña Lupe desapareció del rancho”. 

“¡Haiga cosas!”. Dos lecturas conozco que apartan lo mismo del asombro que de la admiración. 

La primera es el Eclesiastés, uno de los numerosos libros que componen esa confusa -para el lego- colección de textos que es la Biblia. Ahí se dice: “No hay nada nuevo bajo el sol”. (Excepción hecha, digo yo, de los agujeros en la capa de ozono y del coronavirus). 

La otra lectura que inocula contra la boca abierta es ese mar sin orillas que se llama Shakespeare. 

Él escribió: “Hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que alcanzan a soñar todas tus filosofías”. 

Por eso yo no exclamé: “¡Haiga cosas!” cuando leí en los diarios la noticia de que un hombre había salido embarazado. 

En realidad el tal hombre fue antes una señora a la que las señoras le gustaban, de modo que se hizo una operación que ahora se llama “de reasignación de sexo” y se volvió señor. 

Haga usted de cuenta “La muchacha danesa”, pero al revés. 

Los doctores le pusieron lo que no tenía, pero no cuidaron de quitar el reproductor que sí tenía, así que cuando el señor-señora quiso tener un hijo simplemente usó lo que sí tenía, y con eso se consumó el prodigio. 

Ahora la señora-señor, que luce barba y bigote masculinos, muestra también un próspero embarazo de seis meses. 

Y además tiene un próspero futuro, pues cobrará “una cantidad de siete cifras”, o sea un millón de dólares o más, por mostrar su abultada barriga en un programa de la televisión americana. 

Me imagino al señor-señora en el momento de dar a luz. 

Cuando esté con los dolores del parto el médico le va a decir: “¡No grite, cabrón! ¡Sea hombrecito!”. Eso de que un adulto del sexo masculino quede preñado, y alumbre un hijo o hija, es grande maravilla. 

Alguna vez oí decir -no sé si sea cierto- que en Inglaterra se ofrecía una jugosa suma en libras esterlinas al varón que se embarazara y pariera. 

Hasta dónde sé, nadie cobró jamás la recompensa. Hablaré ahora de un saltillense, un queridísimo señor que en plena juventud sufrió un accidente cerebral que le quitó el conocimiento. 

Privado de él estuvo varios meses. Un grupo de afamados médicos regiomontanos, de la Ciudad de México y de Houston vinieron a examinarlo, y todos estuvieron de acuerdo en el diagnóstico: el paciente mostraba claros síntomas de muerte cerebral; no era ya más que un vegetal. 

Había que desconectarlo de los aparatos que lo mantenían con vida. Luego cobraron sus honorarios y se fueron. Los familiares del infortunado, llenos de pesadumbre, se disponía ya a cumplir el dictado de los especialistas cuando acertó a pasar por ahí el doctor Gonzalo Valdés. 

Auscultó brevemente al que yacía; le hizo algunas pruebas  que parecieron elementales y luego recomendó: “No lo desconecten. Cuando menos esperen va a volver en sí, y estará bien”. 

En efecto, así fue. Días después el que parecía muerto volvió a la vida de repente, dueño de todas sus facultades, igual que si de un sueño hubiese vuelto. Se vio en una cama de hospital, lleno de tubos, rodeado de aparatos, y preguntó con inquietud: “¿Qué me pasó?”. 

Por los días en que el joven paciente había estado sin conocimiento su esposa había dado a luz un niño. Llena de alegría, la señora no pensó en otra cosa que en darle la noticia a su marido. Le dijo, jubilosa: “¡Tuviste un hijo!”. El enfermo paseó de nuevo la mirada por aquella profusión de aparatos y de tubos y exclamó luego con voz apesarada: “¡No podía ser otra cosa!”. FIN.

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