E
l cuento que hoy abre este espacio es de muy dudoso gusto. Si lo pongo es para cumplir la prescripción jurídica según la cual en caso de duda se debe absolver. Tres exploradores, Burtorio, Carterio y Cucardo, fueron a la Amazonia en busca de una tribu perdida. Antes de salir se encomendaron a San Antonio, que ayuda a encontrar los objetos perdidos. Favorable fue la intercesión del santo, pues tras varios meses de búsqueda los expedicionarios dieron al fin con la perdida tribu. Fue para su desgracia: los salvajes eran eso: salvajes. Les dijeron a sus prisioneros: “Vayan los tres y regresen trayendo su fruta favorita”. Los exploradores no entendieron la razón de esa extraña orden, pero la cumplieron. Burtorio trajo una nuez. El jefe de la tribu le ordenó que se la pusiera en salva sea la parte. Al parecer eso divertía mucho a los aborígenes, a más de ser parte de sus usos y costumbres, y ya se sabe que el respeto a los usos y costumbres de una etnia es lo políticamente correcto, aunque esas costumbres y esos usos entrañen abusos y violencias y mantengan a los indígenas en el aislamiento y el atraso. El segundo explorador, Carterio, regresó con una manzana y hubo de acatar la misma insólita demanda. Cumpliéndola estaba trabajosamente cuando Burtorio, el de la nuez, soltó una jocunda carcajada. Se molestó Carterio: “¿Acaso te causa risa mi penalidad?”. Replicó Burtorio: “No. Lo que pasa es que ahí viene Cucardo y trae una piña”. Don Felipe Sánchez de la Fuente, rector que fue de la Universidad de Coahuila, era un hombre chapado a la antigua. Quiero decir que era caballeroso y honorable. Ponía siempre su buen nombre y sus principios por encima de los dictados de la política y de los convencionalismos sociales. Yo, secretario general de la Casa de Estudios en el tiempo de su rectorado, lo oí muchas veces decir “no” cuando su interés personal aconsejaba decir “sí”. A más de sabio jurista y atildado poeta fue elocuentísimo orador, de voz sonora y ademán patricio. En el Teatro de la Paz, ese bello recinto potosino, el público se puso en pie para ovacionar una de sus frases. Dijo: “Para salvar a un México crucificado es necesario crucificarnos en él”. Había hablado de cómo, siendo nuestro país inmensamente rico en recursos naturales, millones de mexicanos vivían en la miseria, lo cual atribuía a la ineptitud de los gobiernos y a la indiferencia de la sociedad. Todos los mexicanos teníamos el deber de participar en la defensa de los derechos de los más débiles y desprotegidos. Para eso debíamos sentir como propias las penalidades de quienes sufrían pobreza o injusticia. “Para salvar a un México crucificado es necesario crucificarnos en él”. Años e infelices días han pasado desde que don Felipe dijo su discurso. Podría repetirlo hoy mismo sin cambiar ni una palabra. Caperucita Roja le preguntó a su abuelita: “¿Por qué tienes esas orejas tan grandes?” Respondió con ternura la ancianita: “Para oírte mejor”. “¿Por qué tienes esos ojos tan grandes?” la viejecita, amorosa: “Para verte mejor”. Preguntó Caperucita: “Y ¿por qué tienes esa boca tan grande?” Estalló la abuela: “Bueno, cabrona: ¿viniste a criticarme o a traerme la canastita?” Don Chinguetas, marido tarambana, llegó a su casa en horas de la madrugada, como de costumbre. Su esposa lo recibió con una noticia alarmante. “Estaba yo dormida, y un hombre entró en la casa”. “¡Maldición! -profirió don Chinguetas-. Y ¿qué se llevó?” Replicó doña Macalota: “Tanto como llevárselo no se lo llevó, pero cuando se metió en la cama yo pensé que eras tú”. FIN.