CATÓN
Columnista
La recién casada le informó a su maridito: “Mi cielo: pronto vamos a ser tres”. “¡Amor mío!” -la abrazó él, emocionado. “Sí -confirmó la chica-. Mi mamá va a venir a vivir con nosotros”. Recuerdo con afecto a don Alfonso Taracena, de Tabasco. Lo traté en los años setenta del pasado siglo, pues los dos escribíamos entonces en las páginas editoriales del periódico El Universal. Cuando nos encontrábamos en la redacción me invitaba a tomar café en alguno de las calles de Bucareli. Le gustaban sobre todo los cafés de chinos, por los sabrosos panes que ahí se disfrutaban. Don Alfonso era pequeño de estatura, de movimientos vivaces y paso presuroso. Jamás dejaba su paraguas, que portaba a la manera antigua, colgado del brazo por el mango. Por entonces me regaló la biografía que escribió sobre Madero, editada por Porrúa. Le puso esta dedicatoria: “A Catón, acendrado maderista”. Yo sentí como si hubiera peleado en la Revolución. Don Alfonso, al fin tabasqueño, era muy dado a las hipérboles. Un día alguien hablaba del calor que hacía en su tierra del norte. “Puej en Villahermosa -dijo Taracena- tenemoj meses de 45 grados. Y luego empieza el calor”. Guardaba él recuerdos muy antiguos. “Esta pavorosa e inútil memoria mía”, solía decir como prólogo a sus narraciones. Las empezaba diciendo siempre: “Me acuerdo deque…”. Así decía: “Deque”. En cierta ocasión me contó que Salvador Díaz Mirón les dijo a él y a otros jóvenes redactores de El Imparcial, periódico que en los días de la Revolución dirigía el gran poeta veracruzano, partidario incondicional de Huerta: “Vendrán los revolucionarios a buscarme y yo los esperaré atrincherado tras mi escritorio, con estas dos pistolas, una de nueve balas, de ocho la otra. Acabarán matándome, pues serán más que yo, pero antes se irán al otro mundo 17 cabrones”. Evocaba don Alfonso la llegada de los carrancistas a la Ciudad de México. “Todos vestían como texanos y caminaban imitando la manera de andar de los americanos, que por ser grandotes caminan como marineros. Eran prepotentes y groseros y entraban a mear en las iglesias. Una de las primeras cosas que hicieron fue quitar las placas que recientemente se habían puesto para dar el nombre de Madero a la antigua calle de San Francisco. Cuando entró Villa a la ciudad se enfureció al saber aquello. Ordenó que se repusieran las placas y puso un letrero firmado por él en que decía que quien fuera sorprendido quitándolas o profanándolas sería fusilado. Ningún carrancista volvió a tocar aquellas placas”. Don Alfonso me contó también una cosa de su tierra que me impresionó bastante, tanto que aún la llevo en la memoria. Me dijo esto: “Cuando una serpiente llega cerca de una mujer que está en vísperas de dar a luz, se queda paralizada y cualquiera la puede coger y matar sin ningún riesgo, pues la serpiente está como dormida. Pero no está dormida: lo que sucede es que siente remordimientos por haber ofrecido la manzana a Eva y al presentir lo que por su culpa va a sufrir el niño que nacerá se ofrece sin resistencia a él y a la madre, para que la maten en castigo del sufrimiento que su maldad causó”. Me aseguraba don Alfonso que él había constatado ese fenómeno, el cual le parecía la cosa más natural del mundo. Constantemente me decía que iríamos a Villahermosa y me invitaría a comer peje lagarto asado. En aquellos años sí habría aceptado su amable invitación. Hoy no comería peje en ninguna de sus formas. La joven esposa les contó a sus amigas: “Mi marido y yo estamos en desacuerdo en todo. Solo hay una cosa sobre la cual no discutimos”. Preguntó una: “¿Cuál es?”. RespondiÛ la chica: “El colchón”. FIN.