por Mauricio Merino
La violencia que está viviendo el país se ha vuelto parte de nuestro entorno. No sólo es habitual conocer de los hechos violentos que se suceden uno tras otro, sino que nos vamos acostumbrando a intercalar historias de agresiones particulares que no alcanzan a ser noticia y a convertir la vulneración de los otros en parte normal de la vida de todos los días.
Con todo, no deja de indignarme la capacidad que hemos adquirido para adaptarnos a la lógica del más fuerte y para reproducir la violencia que recorre el país en las calles, en los parques, en los vecindarios, en los transportes públicos o en donde sea, aunque nuestras formas cotidianas de añadir leña al fuego no acaben en baños de sangre, ni pertenezcan a la categoría del crimen organizado. La violencia que genera la sociedad civil es de otra índole, pero responde a las mismas claves que explican y refuerzan los crímenes que se vuelven noticia: hay en ella el mismo desprecio por los demás, el mismo abuso de fuerza y la misma confianza en la impunidad.
Me gustaba ir al Parque México con mis hijos. Ese parque es el centro de un barrio en el que hasta hace poco se podía caminar con una cierta sensación de seguridad que le daba sentido social al espacio público. Los fines de semana, ese parque se había convertido en un punto de encuentro para las familias que no querían otra cosa que pasar el día a gusto, sin hacer nada en particular, como alguna vez ocurrió con los generosos jardines de Chapultepec. El Parque México era uno de esos escasísimos lugares donde todavía se podía ir en paz, imaginando que la ciudad era nuestra.
Pero ya no. La misma sociedad civil que lo habita ha decidido convertirlo ahora en un espacio libérrimo para los perros sueltos. En dos ocasiones la integridad física de mi hijo se ha puesto en serio peligro por la violencia de los animales que pasean libres, mientras sus dueños disfrutan con la seguridad que esos perros les ofrecen a ellos. Han sido episodios violentos: agresiones indiscutibles a las que ha seguido la violencia de los dueños impunes, que emplean a sus animales como armas para salir indemnes de cualquier responsabilidad. Allí no hay crimen organizado ni policías corruptos ni narcotráfico. Hay gente que ha convertido un espacio de paz en un sitio deliberadamente violento, aun a sabiendas de que su conducta no sólo pone en peligro a los otros sino de que es abiertamente ilegal.
No hay forma de evitar esa otra forma de la violencia, porque a la impunidad de los dueños de esos animales se suma su creciente abundancia. Son los verdaderos dueños del parque. Tanto, que en una de las ocasiones en las que mi hijo fue atacado por un perro, uno de los testigos me dijo, literalmente: “es que usted no debería traer a su hijo suelto”. Y comprendí que la única alternativa que tenía a mano para defenderme de su agresión —en ausencia de leyes, de autoridades y de respeto mutuo— era recurrir a una violencia mayor, exactamente del mismo modo en que sucede con cualquier otra agresión destinada a la impunidad. Es lo mismo que sucede en el tráfico cuando un vehículo ataca a otro, en el transporte público cuando un individuo se adueña a golpes de los lugares, en el barrio cuando las bandas atacan, o en las rutas de migrantes, en los levantones del crimen organizado, en la trata de niños y de mujeres o en los ajustes de cuentas entre cárteles y Fuerzas Armadas. Excepto por la magnitud del agravio, no hay ninguna diferencia de fondo entre las pulsiones que explican esas formas distintas de la violencia.
Lamentablemente, tampoco es cierto que se pueda escapar de esa violencia encerrándose en casa. Ni siquiera es verdad para los más ricos, que viven rodeados de muros, ventanas blindadas y guardaespaldas. Mientras la sociedad civil prefiera seguir escalando la espiral de violencia que nos rodea, no habrá escapatoria posible de la situación en la que estamos viviendo. Para guardar a los perros, hay que sacar la conciencia a la calle.
Investigador del CIDE