Tuve en mi primera juventud en la segunda estoy ahora, con más tranquilidad y menos dudas dos amigos catalanes. Uno, Wifredo Bosch, era intelectual. El otro, Juan Aligué, era panadero. (Pastelero, si me hace usté el favor). Wifredo vino a México traído por los malos vientos de la Guerra Civil y vientos buenos lo llevaron a mi ciudad, Saltillo. Ahí ganó la vida escribiendo en periódicos; publicando revistas culturales de precaria existencia -todas las empresas culturales son de precaria existencia- y corrigiendo pruebas de imprenta. Juan Aligué, el otro catalán, fue contratado por un dineroso señor para poner una pastelería finolis, esto es decir fifí. En las nobles panaderías saltilleras -La Antigua Muralla, La Cebra, El Radio- las piezas de pan de azúcar, grandes, sabrosísimas y sustanciosas, costaban a dos por 15 centavos. En “El Churumbel” -así se llamó el nuevo establecimiento-un pastelillo un poco mayor que la uña del dedo pulgar valía 50. La clase media, con todo lo aspiracionista que siempre ha sido, no podía aspirar a conocer esas delicias, reservadas solo para las meriendas a las que invitaban en su casa las señoras con marido rico. (Había solamente tres o cuatro, de modo que la existencia de “El Churumbel” también fue muy precaria). De esos dos amigos catalanes que antes dije recibí las primeras impresiones acerca de las grandezas de Cataluña y de lo catalán. Wifredo me habló de mosén Jacinto Verdaguer y de Gaudí; Juan me dijo de la sardana y de Baixant de la Font del Gat. Luego me volví pata de perro, y anduve por los caminos del mundo sin más bagaje que dos mudas de ropa y unos cuantos dólares. En España amé con igual amor a Madrid y a Barcelona. Con respeto para todas las opiniones -y todas las pasiones- creo en una España unida. En los dominios del Sol esa España no se pone nunca. Por eso celebré, aun a distancia de mar, la decisión del Presidente Pedro Sánchez de dar el indulto a nueve líderes del separatismo catalán, gesto de buena voluntad que sin duda habrá de contribuir a la conciliación y la unidad, a la restauración del diálogo y la concordia entre el gobierno constitucional y los independentistas. Con el mismo paso he caminado por la Gran Vía y por las Ramblas. Con el mismo corazón sigo amando a Madrid y a Barcelona. Invoco los espíritus de mis amigos catalanes, Juan Aligué y Wifredo Bosch. Hablaremos, como en “El Churumbel”, de una España donde se hablan varias lenguas, pero que ante el mundo ha hablado siempre un mismo idioma: el de la España eterna. Las cantinas serían perfectas si en ellas no hubiera ebrios que andan más borrachos que tú. Son ésos que llegan a tu mesa y te dicen: “Mi estimado”, “Con todo respeto”, y otros lugares comunes antes de decirte: “Soy tu padre”, “Tiznas a tu madre” y otros comunes lugares. Todas las cantinas deberían ser como aquélla de Cuernavaca que se llamó “La Catedral”. Era el tiempo en que Méndez Arceo oficiaba misa con música de mariachi. Un cierto señor, católico ortodoxo, fundó por cuestión de principios aquella taberna benemérita en la cual una clientela selectísima escuchaba en silencio reverente música sacra y canto gregoriano al tiempo que bebía a sorbos lentos su whisky, su vodka o su ginebra. (Aún no se ponían de moda el tequila y el mezcal). Decía aquel señor: “Si ese obispo toca en su catedral música de cantina, yo toco en mi cantina música de catedral”. Pues bien: sucedió que en cierto bar de barriada un pugnaz ebrio retó a un señor que bebía tranquilamente su copa. Le dijo: “¿Busca usted pleito?”. Contestó el señor: “Amigo: si buscara pleito ya me habría ido a mi casa”. FIN.