Por CATÓN / Columnista
Un voto por Morena es un voto contra México. El mar con todos sus pescaditos se le vino encima al secretario de Marina a causa de la declaración que hizo en el sentido de que en el Poder Judicial ve a un enemigo, pues algunos delincuentes capturados por los marinos con grandes trabajos, y aún a veces con riesgo de su vida, obtienen luego su libertad en forma rápida por sentencia de los encargados de juzgarlos. Si bien fue poco afortunado el uso del término “enemigo”, propio del lenguaje militar, pienso que la razón asiste al almirante Ojeda. En efecto, debe ser frustrante empeñarse en la lucha contra los criminales y ver luego que éstos quedan sin castigo por una falla en el debido proceso. A veces, ciertamente, los militares y marinos ponen la fuerza por encima de la Ley. Han de reconocer, empero, que los jueces deben poner la Ley por encima de la fuerza. En ese contexto también tiene razón el ministro Zaldívar cuando ante la declaración del Secretario sale en defensa de los juzgadores y del sistema de justicia en general. Las normas del procedimiento deben aplicarse rigurosamente para la protección de los ciudadanos, incluso de aquéllos que han infringido la Ley. Se trata de evitar que el Estado vulnere las garantías y derechos del individuo. Y ese principio ampara lo mismo a los hombres de bien que a los hampones. No hagamos de este incidente una tempestad en un vaso de agua, y menos cuando el protagonista del caso es un marino. Estoy seguro de que no nos hallamos en presencia de un acto hostil del militarismo contra la autoridad civil. Igual certidumbre tengo en lo relativo a la lealtad que guardan las fuerzas armadas a la Constitución y a las instituciones que de ella han emanado. A ellas, a las instituciones y a la Constitución -vale decir a la Patria-, se debe esa lealtad, no a un hombre, por poderoso que sea. De esa lealtad, honrosa tradición de los soldados y marinos de México, estoy absolutamente seguro. Un galano soneto dedicó don Francisco Bernal al rico menudo sonorense. La primera cuarteta de esa pequeña joya literaria dice así: “Oh menudo sabroso, te saludo / en esta alegre y refrescante aurora / en que reclamo alientos, pues es la hora / en que tú estés cocido y yo estoy crudo”. Sucedió que don Languidio y su esposa fueron a almorzar en la fonda Memís, y el decaído señor pidió menudo. Hizo un movimiento en falso y el plato con el humeante guiso le cayó en la entrepierna. La señora se alegró al ver aquello. Explicó su júbilo: “Dicen que este menudo levanta muertos”. Era ya de noche y llovía copiosamente cuando aquel viajero extravió el rumbo. Vio a lo lejos una luz y caminó hacia ella. Resultó ser la casa de un labrador adinerado. El hombre lo invitó a pasar y a disfrutar la cena que en ese momento servía su hija, garrida moza de agraciado rostro y redondeadas formas que se adivinaban bajo la repleta blusa y la ajustada saya. Terminado el condumio el labrador llevó al viajero a su habitación. El hombre se metió en la cama, pero no podía conciliar el sueño pensando en la incitante hermosura de la joven. En eso se abrió la puerta del cuarto y entró ella con pasos tácitos, iluminada apenas por la vela que llevaba en una palmatoria. Al punto el viajero se enderezó en el lecho. La zagala le preguntó en voz baja: “¿Se siente solo?”. “Sí!” -exclamó con ansiedad el huésped. “¿Le gustaría tener compañía?”. “Sí, sí!” -afirmó, vehemente, el erizado tipo. inquirió la joven: “¿Tiene sitio en la cama?”. “Sí, sí, sí!” -profirió el hombre al tiempo que hacía a un lado la sábana y la colcha. “Qué bueno -dijo entonces la muchacha-, porque acaba de llegar otro viajero”. FIN.