Durante el amanecer y la mañana de un viernes de hace casi dos mil años se realizó el juicio a Jesús de Nazaret. Ese ha sido el proceso más famoso, más viciado y más importante de la historia.
Fue totalmente oral, pero no por ello fue justo. Es que la oralidad no garantiza la justicia, como muchos hoy lo creen. La oralidad o la literalidad del proceso son continentes no contenidos. Contienen lo que se les mete. A uno y a otro se le pueden instalar dosis de sabiduría, valentía, independencia, honestidad y justicia. O bien, por el contrario, pueden rellenarse de ignorancia, cobardía, consigna, ratería o inequidad.
Además, fue uno de los más breves y sumarios, pero no por eso fue equitativo. En tan sólo 15 horas se sustanciaron las cinco instancias que lo integraron. Fue tan vertiginoso que su crónica ocupa pocas páginas en los evangelios. Así que la rapidez tampoco garantiza nada bueno en los procesos.
Pero a pesar de ello, por extraño sortilegio, aún no ha terminado. Pareciera que se ha desglosado y que se ha incoado en contra de varios de sus promotores y protagonistas. Que el juicio de la historia o de la conciencia, los ha alcanzado, aprisionado y, a muchos de ellos, condenado y ejecutado.
Dos de los más importantes decidieron juzgarse a sí mismos, emitir su propia sentencia y ejecutarla por su propia mano. El traidor y el procurador decidieron erigirse en acusador, juzgador y verdugo frente a lo que fueron sus conductas en el día más importante de sus respectivas vidas. No pudieron esperar el veredicto de los otros. Ambos tuvieron prisa por cerrar su caso. Ambos encontraron la misma vía.
Judas Iscariote se colgó antes de que su maestro y víctima fuera linchado en una cruz. Ni el hijo de Dios ni el hijo del demonio verían la noche del viernes. Renegó de sí mismo y arrojó al templo las monedas de su marchanteo. Había quedado apresado en las tinieblas del remordimiento y del arrepentimiento y, de allí, sólo salió ensogado. Sin embargo, dejó una legión hoy famosa. El término “sicario” proviene del apellido de Judas. Iscariote o sicariote es el que busca el dinero sucio.
Poncio Pilatos, por su parte, demoró más tiempo en dar cuenta de sí mismo, pero no demasiado. Quedó preso en las oscuridades de la locura casi escandalosa. A todos preguntaba, con frenética obsesión, cual era la verdad. En todo momento se lavaba las manos. En un raro y poco frecuente impulso de buena fe, Cayo César Calígula le recomendó buscar el consejo de su maestro, Lucio Anneo Séneca. El Sabio le dijo que la verdad no se puede conocer mientras estamos vivos porque estamos sometidos a la insinceridad de los sentidos y sólo la muerte nos libera de ellos. Así, sin esa intención, le sembró la idea consoladora del suicidio
El traidor se ahorcó en Jerusalem. El procurador se ahogó en Galia. La asfixia estrangulante y la asfixia hídrica son pavorosas. Pero menos que el abrazo del suicidio. En mi profesión he tenido que atender infinidad de muertes violentas y ninguna me ha impresionado tanto como el infierno del que quiere escapar el suicida.
Otros protagonistas han quedado solos por 20 siglos como quedó el Nazareno por 12 horas. Anás y Caifás no han sido defendidos por nadie. Ni por sus paisanos ni por sus compañeros de religión. Nadie habla por ellos y nadie los defiende frente a la maldición de los miles de millones que han seguido a Jesús por 20 siglos.
Todos esos y muchos más son casos resueltos y cerrados. Pero hay uno que llama mucho mi extrañeza. Claudio César Tiberio, apodado El Divino, sigue enfrentando un proceso que no ha terminado y al que no se le adivina fin.
La historia ha resuelto su veredicto, condenatorio o laudatorio, sobre todos los césares. Los humanos han ratificado su admiración por César Augusto, por Trajano y por el precursor de la dinastía, Julio César. Con la misma firmeza han emitido su desprecio por Calígula y por Nerón. Todos los demás han recibido sentencia firme, buena o mala.
Pero Tiberio prosigue en juicio. Fue un hombre atormentado toda su vida. Fue triste en la infancia y en la vejez. Nunca se le vio sonreír y fue un martirio su largo reinado. Y, hoy, sigue padeciendo nuestra indecisión, la misma que mostró su empleado Pilatos. Tácito, Suetonio, Dion, Cassio y Eutropio, entre otros muchos, lo han acusado. Tertuliano, Eusebio y Orosio, entre otros, lo han defendido. Pero la mayoría, lo han ignorado. Incluso, los mayores historiadores de Roma, Teodoro Mommsen y Ernesto Renán, se han “lavado las manos”.
Durante muchos siglos todos lo han olvidado hasta que alguien reabre la causa y ordena que el procesado sea traído, de nueva cuenta, ante el tribunal de la historia. La instancia actual comenzó hace siglo y medio y sigue sin avanzar. En estos tiempos muchos pensadores, encabezados por Linguet y Sievers, han querido reivindicarlo. Pero Harnack, Reinach y otros muchos siguen pidiendo la pena capital.
Pareciera que ese proceso, iniciado aquel primer Viernes Santo, será perpetuo.
*Abogado político. Presidente de la Academia Nacional
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