- Por CATÓN / columnista
Plaza de almas.
La conocí cuando era ya mujer de edad y yo aún niño. Se rodeaba de una especie de misterio que nos hacía verla con curiosidad morbosa, y quizá también con un poco de miedo. Mi mamá me decía que la señora era buena y que lo que se contaba de ella era mentira, pero mi imaginación infantil la convertía en una especie de heroína criminal. No lo parecía, desde luego. Era una hermosa dama, alta, de porte distinguido. Vestía con corrección aquellos vestidos que se llamaban “traje sastre”, como los que salían en la películas, y sus zapatos tenían los tacones más altos que los de sus vecinas. Siempre lucía “permanente”, una forma de peinado considerada entonces de elegancia. Salía muy poco de su casa. Cuando los muchachillos del barrio la veíamos nos dedicaba al pasar una sonrisa leve en la que había algo de condescendencia, pero ningún asomo de desdén. ¿Qué se decía de ella? Se decía que había matado a su marido, y que por eso estuvo años en la cárcel. Algunos de mis camaradas, los que tenían menos fantasía que yo, no creían eso. ¿Cómo podía ser una asesina aquella señora tan bonita, que usaba medias nailon con la raya en medio e iba de compras al centro en un carro de sitio? Yo fui el primero de la cuadra en conocer la historia. Mi padre se la contó a mi mamá sin saber que yo lo estaba oyendo en la habitación de al lado, a oscuras y sin moverme para que no supieran que lo escuchaba todo desde ahí. Mi padre era amigo del inspector de Policía –habían sido compañeros de colegio-; de vez en cuando solían tomar una cerveza juntos. Fue él quien le habló de esa mujer y de lo que había hecho. La señora no era de aquí, claro. Cuando llegó a la ciudad lo primero que hizo fue presentarse en la Inspección, pues una de las condiciones de su libertad era reportarse una vez por semana con la autoridad local. “A los tres o cuatro meses le dije que ya no regresara -le contó su amigo a mi padre-. La vi tan educada, tan correcta, que no creí necesaria su comparecencia”. Ella misma le narró su historia. Casó muy joven con un muchacho del que había sido novia desde que los dos eran jovencitos. Tuvieron una hija, toda su adoración. Por desgracia él murió en un accidente de automóvil, y ella quedó viuda cuando aún no cumplía 40 años y su hija era todavía adolescente. Bien pronto se le agotaron los recursos, y la señora se vio en la precisión de trabajar. Sucedió lo que muchas veces sucedía en aquel tiempo: después de un insistente cortejo –actualmente se llamaría acoso- su jefe la hizo su amante. Ella cedió a su deseo, quizá para no perder el trabajo, quizá también por sus necesidades de mujer y como alivio para su soledad. Además el hombre era agradable, bien parecido, adinerado; le hacía regalos generosos. Se veían en la casa de ella –el hombre tenía esposa-, con el permiso tácito de la hija, que comprendía la situación de su mamá. Un día llegó la señora y escuchó gritos en la recámara de la muchacha. Pensó que un hombre de la calle había entrado; tomó un cuchillo grande al pasar por la cocina y corriendo subió por la escalera. Quien estaba atacando a su hija era su amante. Ella lo hirió en la espalda. “Sólo quise darle un piquete, para quitárselo de encima –le contó al amigo de mi padre-, pero el cuchillo entró igual que en una gelatina”. Ahí mismo el hombre quedó muerto. La sentencia para ella no fue larga; el juez tomó en cuenta las circunstancias atenuantes, y la mujer no pasó mucho tiempo en la prisión. Volvió a casarse, enviudó al paso de los años y vivía de lo que le dejó el marido. Ésa fue la historia. Sexo… Violencia… Ésa sigue siendo todavía la
historia… FIN.