Imagine por un momento que usted, nosotros, tenemos un almacén. Una tienda de ropas, un establecimiento situado en una calle concurrida y llena de comercios similares. La competencia es feroz y, a pesar de que la ubicación del local es perfecta, la mejor de la zona, el negocio simplemente no marcha bien. De hecho, el almacén ha estado al borde de la quiebra varias veces y nadie sabe a ciencia cierta por qué. “Los empleados son muy flojos”, dicen unos; “el director general no conoce el mercado”, dicen otros. Lo cierto es que cambia el personal, cambian las mercancías, cambian todas las cosas, pero los clientes siguen sin llegar.
Un día, sin embargo, la situación parece que cambia. Sale la administración anterior, y la nueva llega llena de ideas que pueden surtir resultado. Los empleados se ponen de acuerdo, y la tienda entera sufre remodelaciones que la dejan como nueva y muy atractiva para los clientes, quienes voltean a ver lo que ocurre con curiosidad. Los aparadores se cuidan y se arreglan a la altura de los que se pueden ver en Haussmann, Knightsbridge o Serrano, y el interés sigue creciendo a la espera de que por fin se abran las puertas.
Los trabajos continúan, y la mezcla de productos parece ser ideal. La tienda cuenta exactamente con la oferta atractiva para los clientes potenciales, a los precios adecuados, con la calidad necesaria. El mercado parece reconocerlo, y todos los días alguien toca a la puerta para saber si ya pueden adquirir los productos. “Muy pronto estaremos abiertos”, es la respuesta habitual.
Así, los vendedores se preparan para atender a la clientela, los inventarios se ponen a punto, los sistemas están completamente listos. La distribución del piso se estudia a conciencia, el acomodo de los productos, los precios competitivos. Los empleados se presentan todos los días a trabajar, no sólo con la ansiedad del triunfo esperado, sino también con la premura de actuar y salvar a la compañía en momentos que se saben inmejorables. Sin embargo, y a pesar de que todo está listo y los clientes comienzan a agolparse en las puertas, no pueden comenzar a vender. Las puertas están cerradas.
Sí, las puertas están cerradas y todo se detiene. No importa que el almacén tenga las mejores mercancías, puesto que nadie puede entrar y adquirirlas. No importa que los vendedores estén preparados, que la dirección comprenda las necesidades del mercado, que los servicios de atención a clientes estén listos para cumplir sus funciones. No importa tampoco que los consumidores estén tocando a la puerta, con el dinero en la mano. Si las puertas siguen cerradas, nada de lo que se hizo en el pasado tiene sentido: ¿quién puede comprar en un almacén que simple y sencillamente no está abierto?
Mientras tanto, los competidores empiezan a tomar nota. Es natural, después de todo, al ver la gran expectación que nuestro almacén está despertando. Algunos observan el surtido de mercancías, y comienzan a buscar a los proveedores para ofrecer lo mismo. Otros se fijan en la distribución y la copian, algunos más en las estrategias desarrolladas por los vendedores y tratan de adoptarlas en sus propios establecimientos. El mercado es así, y la competencia es brutal cuando el fracaso tiene implicaciones de largo plazo.
Los consumidores siguen llegando pero, conforme los competidores tienen una oferta similar a la desarrollada por nuestro almacén, la percepción de valor agregado disminuye y los billetes fluyen hacia otras tiendas, otras puertas. Otras puertas que sí están abiertas, otras puertas que probablemente no estaban tan preparadas como la nuestra pero que no tenían el problema de una cerradura que no terminó de abrirse. Porque, insistimos, nadie puede comprar en un almacén que no está abierto. Aunque estén los vendedores listos, aunque el surtido sea magnífico, aunque los precios sean irresistibles. Si el cliente no puede llegar, la caja no timbrará con ese sonido metálico, favorito de cualquier comerciante. Y sin ventas, sobra decirlo, ningún comercio puede sobrevivir.
La historia es triste, sin duda, e inexplicable. La frustración no sólo de la dirección general, sino de todos los empleados, es evidente. El desfile de clientes potenciales, interesados, dispuestos a gastar su dinero en el almacén, sólo hace más grande la decepción de quienes, con todo listo, tienen que dejarlos pasar y observar cómo compran en las tiendas de al lado. Los almacenes vecinos abren sus puertas haciendo uso de las estrategias desarrolladas en nuestra tienda, y poco a poco lo que en un principio parecía una oportunidad de oro se convierte en un fracaso más, en un paso más hacia la bancarrota. ¿De quién fue la culpa? ¿De la dirección general? ¿De los empleados? ¿Del surtido de la tienda? ¿O simplemente de los irresponsables que por mera desidia e intereses personales no permitieron que se abrieran las puertas del almacén?
Se nos está acabando el tiempo para aprobar las leyes secundarias a las reformas constitucionales aprobadas el año pasado. Señores legisladores, abran ya la puerta, por favor.