CATÓN
Columnista
Grande fue la sorpresa de don Cornífero cuando al abrir la puerta de su alcoba vio en ella a un hombre desnudo. Sin turbarse le dijo el encuerado: “Qué bueno que llega usted señor. Soy funcionario del Banco Aztepacá, y precisamente le estaba diciendo a su señora que así lo vamos a dejar a usted si no paga hoy mismo el saldo de su tarjeta de crédito”… La esposa de Avaricio Cenaoscuras, hombre cicatero y ruin, le pidió dinero para comprar un peine. Respondió el cutre, enojado: “Cuando nos casamos te compré uno. ¿Por qué ahora quieres otro?”. Contestó tímidamente la señora: “A éste se le cayó un diente”. El avaro se encrespó: “¿Y porque se le cayó un diente al peine me pides para comprar otro?”. Explicó la señora: “Es que era el último que le quedaba”… Rosilita, la pequeña vecina de Pepito, le hizo una invitación: “Juguemos a que éramos marido y mujer. “¡Ah no! –opuso Pepito-. Si jugáramos a eso no haríamos cositas”… Fue cuando aquella seca que duró por años. Entonces casi desapareció el Potrero. Negada la lluvia por un cielo inclemente, agotados los manantiales, sin poder ya sembrar la tierra ni cultivar los árboles, la gente dejó el rancho y se fue a buscar la vida en Saltillo o la Villa de Santiago. Permanecieron sólo dos familias que apenas podían saciar la sed con un hilillo de agua que por milagro siguió fluyendo a media loma. Fue entonces cuando el primo Peña puso un letrero a la orilla del camino: “Potrero de Ábrego. 10 sobrevivientes”. Pues bien: aun así el Potrero figuró siempre en las mapas del Inegi. Maravillosos mapas eran –y son- ésos. Yo los compraba en una pequeña tienda que esa gran institución tenía en el aeropuerto de la Ciudad de México. Los conservo aún como preciada joya de cartografía. Su precisión, su completud, la profusión de sus detalles eran –son- verdaderamente admirables. El Inegi es una de las pocas instituciones nacionales que han sabido conservar la confianza y aprecio de la gente. Jamás tiene “otros datos”: presenta únicamente los de la realidad, o sea, los de la verdad. En un campo minado por la demagogia se sigue manejando con criterios estrictamente científicos, alejados de toda politiquería, ajenos a todo prejuicio y todo dogma. Yo creo a pie juntillas en sus informaciones. Dice el Inegi, por ejemplo, que, según el último censo (2020), en un tercio de los hogares mexicanos una mujer es reconocida como jefa. Entre ellos incluyan al mío, por favor. En mi hogar manda mi señora, por eso sigue siendo hogar. Me declaro mandilón y a mucha honra. Si algún hombre niega ser un mandilón una de dos: o no es casado o es un mentiroso. De no haberme casado con mi mujer, a la que todos los días bendigo, andaría yo ahora al garete por la vida, solo y pobre, indigente de todo. Hago mías, muy mías, las palabras del poeta de Jerez: “Dios, que me ve que sin mujer no atino / ni en lo pequeño ni en lo grande, diome / de ángel guardián un ángel femenino”. Ruego al Inegi, pues, que cuando haga un registro de los mandilones me ponga a mí en primer lugar. Y además muy agradecido… El joven Terebinto, feligrés del padre Arsilio, casó con Gordoloba, muchacha muy robusta, por no decir que obesa o adiposa, lo cual no sería caritativo ni de buena educación. Una cosa sí diré para no faltar a la verdad: en la ceremonia nupcial hubo que poner dos sillas para ella. Semanas después el buen sacerdote se encontró con el recién casado y le preguntó: “¿Qué tal el matrimonio, Terebinto? ¿Cómo lo has encontrado?”. Respondió el muchacho: “El matrimonio bien, señor cura. En cuanto a lo otro, batallando, padre, pero lo he encontrado”… FIN.