- Por CATÓN / columnista
Plaza de almas.
Jamás miré su desnudez, Armando, y ella tampoco vio la mía. El amor de la carne tiene cosas raras, más que el amor del espíritu y tu tío Felipe ha conocido varias. La que te voy a platicar fue una. La recordé por estos días del pasado año, cuando aún no sabíamos que el 20 iba a ser uno de los peores en que nos tocaría vivir. O morir, según. Deambulaba yo sin rumbo –eso es deambular- por el Centro Histórico de la Ciudad de México, uno de los lugares que más cosas me dicen y a los que más cosas puedo decir yo. Iba por la calle de Isabel la Católica. Ahí estuvo la agencia Dunn and Bradstreet, investigadora de créditos, donde me empleé algún tiempo como traductor. En esa compañía trabajó también –claro, en su propio lugar y su propia época- un abogado de nombre Abraham Lincoln. Cerca está la Profesa, histórico templo donde la Güera Rodríguez rezaba y pecaba. Una cosa no está reñida con la otra, ¿sabes? Antes bien las dos se complementan. Postulaba un cínico: “El que peca y reza, empata”. Tuve una amiga que después de salir del lecho del pecado –así decía ella- me hacía rezar juntos una oración “de desagravio”. Así decía ella. Lugares muy gratos tengo en esa calle, la de Isabel la Católica, tan cara a mi paisano Valle Arizpe y a don Luis González Obregón, cronistas ambos ilustrísimos. En ella se halla el Hotel Gillow, donde se alojan evocaciones mías entrañables. En ella está el Casino Español, cuyo magnífico edificio fue inaugurado por don Porfirio Díaz. Frente a él se puede visitar un antiguo palacio hermosamente restaurado, con lindas tiendas mexicanas. Pero advierto que estoy divagando. Déjame seguir haciéndolo. Pasé frente a un pequeño puesto en el que se vendían jugos. Un aroma que de él salía hizo que al punto me detuviera. El olfato, sobrino, es uno de los más eficaces resortes del recuerdo. Está conmigo ahora mi abuela, mamá Lata, olorosa a geranio y a cigarrito de hoja. Está mi tía Conchita, que trascendía a jabón Maja. Creo aspirar el incienso de la Hora Santa en Catedral, con la voz de nasardo del cantor salmodiando el Tantum ergo. ¿Sabes qué aroma percibí al pasar por aquel lugar de jugos? Olor a alfalfa, Armando. Alguien pidió un jugo de alfalfa y hasta la calle me llegó el efluvio de esa hierba campesina. Hacía años y felices días –algunos infelices- que tenía yo en el olvido la memoria de la alfalfa. Y eso que fue memorable para mí. De jovencito pasaba yo las vacaciones de verano en un rancho lechero. La alfalfa se cultivaba ahí para alimento de las vacas. Yo solía ir al alfalfar, pues me gustaba el olor de la planta y su frescura en la hora de la siesta. Una tarde me topé con… ella. De buenas a primeras, sin más ni más –y sin menos tampoco- me dijo una palabra sola: “Ven”. Fue suficiente. Se tendió sobre la alfalfa y se quitó lo que tenía que quitarse. ¿Qué edad tendría yo? No sé. Quizá 16 años, 17. Ella era mujer maciza, casada y con hijos; menores que yo sí, pero no tanto. Me tomó con sabiduría. Casi diría yo con arte, de no ser porque aquello fue cosa de naturaleza. Hice un alto en lo que hacíamos: mi juvenil curiosidad me llevó a querer mirar su pubis. No me lo permitió, como tampoco me dejó desabrocharle la blusa para ver sus pechos. Me dijo al tiempo que me volvía a poner en su lugar: “Ésas son indecencias”. ¿Creerás, sobrino, que recordé todo eso en cosa de segundos al percibir en aquel puesto de jugos el aroma de la alfalfa? Me sacó de mis evocaciones la voz del encargado. “¿Quiere un jugo, señor?”. Le dije: “Sí”. Me preguntó: “¿De qué lo quiere?”. No necesito decirte, Armando, de qué lo pedí… FIN.