Es necesario que los lectores descansen un momento de tanto desasosiego. Que se olviden, aunque sea por unos minutos, de El Chapo, de Michoacán, de Oceanografía, de la Línea 12, de El Chayo, de trinquetes, de masacres, de moches, de mentiras y de amenazas. Por eso, ahora les contaré algún episodio histórico de los prodigios políticos que pueden alentar nuestra esperanza.
Varias veces he visitado la casa de George Washington, en Mount Vernon y siempre salgo de la famosa mansión muy impresionado, ya que me hace pensar en el poder en su más pura naturaleza. Porque esa es la casa de un granjero de clase media. Washington no era un terrateniente acaudalado ni comandaba una poderosa armada ni regía un majestuoso imperio. Es por eso que su residencia no tenía las dimensiones ni los lujos ni las ostentaciones de los palacios reales europeos.
Más aún, es una vivienda que podría poseer, para disfrutar sus fines de semana, cualquier empresario mexicano de medio pelo. Sus muebles son tan sencillos como los de un profesionista común. El sillón desde el que ejerció la Presidencia de su país es más modesto que el que yo utilizo en mi bufete jurídico.
Pero eso nos habla del poder en su más pura esencia y depositado en un individuo en plena unicidad. Porque ese hombre sin ejércitos, sin dineros y sin cetros era el único ser humano que podía, en un momento preciso de la historia, fundar la nación más dotada de poder que ha conocido la humanidad.
Es más, sin tener siquiera la ilustración de sus colegas era el único que podía liderar a esas dos docenas de hombres que no fueron especialmente luminosos, pero que en ese instante de sus vidas fueron verdaderos iluminados y descubrieron las fórmulas geniales que, una vez ensambladas, se llamaría Estados Unidos de América. Ese era el único hombre sobre la faz de la Tierra al que respetaban y obedecían Franklin, Jefferson, Adams, Hamilton, Madison y todos aquellos que hoy conocemos como los “padres fundadores”.
Para todos nosotros es una verdad indiscutida que sin Washington los constituyentes de Filadelfia se hubieran desentendido, se hubieran desavenido y se hubieran desesperado. Habrían discutido y peleado hasta con las manos. La edificación de la república estadunidense se hubiera demorado cien años o se hubiera cancelado en definitiva. Inglaterra hubiera ido por la revancha y Francia hubiera pescado a río revuelto.
Esa es una representación sencilla, pero exacta del poder político. Más aún, hasta ahora más parece como una serie de prodigios que de realidades.
Pero lo importante es que esa asamblea constituyente requería de muchos factores que, hoy, nos parecen mágicos. El esfuerzo de Alexander Hamilton, la ayuda informativa de Thomas Jefferson, la inconformidad prudente de Benjamin Franklin y, sobre todo, el liderazgo incomparable de George Washington.
Esos hombres, que no habrían escrito ningún tratado ni hubieran disertado una conferencia, pudieron hacer el milagro de redactar la primera constitución republicana, democrática y federal de los tiempos modernos. Esos convencionistas hasta entonces irrelevantes lograron una obra que “no es perfecta, pero que no se aleja mucho de serlo”, diría Franklin.
Esos son episodios mágicos del poder político. Porque, sólo en la medida que aceptemos que el poder tiene circunstancias inentendibles e inexplicables, podremos colocarnos en el camino de entenderlo y de explicarlo.
Para terminar, se cuenta que, después de muchas humillaciones surtidas por los ingleses, John Adams arrojó sobre el escritorio de William Pitt unos papeles recién escritos en su país, mientras le decía: “Primer ministro, lea este documento que cambiará la historia del mundo. Se llama Constitución de los Estados Unidos de América. Ya no somos los simples granjeros que usted nos considera. Hemos fundado una nación que jamás desaparecerá y hemos inventado un sistema que será copiado por muchos”.
En efecto, esos campesinos sin libros ni maestros ni escuelas inventaron la república constitucional, fórmula suya hoy adoptada por cuatro de cada cinco países del orbe. Culmina la anécdota con una exposición magistral de política. Pitt era soberbio y socarrón. Con fingido desdén, de reojo miró los papeles. Pero era genial y los adivinó muy importantes. Hizo dos preguntas.
Primera, veo que el título habla en plural. Luego, entonces, ¿son un estado o muchos? La respuesta fue: esa es la mayor magia de nuestro invento. Ya somos un solo estado sin haber dejado de ser muchos. Más aún, el lema de mi nuevo país es E pluribus unum, “de muchos, uno”.
Segunda, ¿cómo se puede expedir una Constitución donde no hay un soberano? La respuesta: está usted equivocado. Sí tenemos un soberano. Se llama “el pueblo” y es más poderoso que el soberano de usted, excelencia. El mío puede modificar esta constitución o sustituirla cuando quiera y cuantas veces quiera. Nunca, en la historia, ha existido un soberano con poder más ilimitado.
Verdad que fue todo un prodigio.